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Gran Bretaña, o su Reino Unido, es un singularísimo sitio que damos en llamar Inglaterra, para fastidio de ingleses, galeses, norirlandeses del reducto colonial en la Isla Esmeralda; y no digamos de los anti ingleses de Escocia, origen de la Corona de los Estuardo o Stuart, que reinó más de un siglo en la propia Inglaterra y en la sometida y depauperada Irlanda. La Corona tardó algún que otro siglo en denominarse Windsor. Antes, la Gran Bretaña se erigió en una potencia económica ultramarina sin par, de la mano de la Revolución Industrial y de la explotación comercial y de materias primas del último imperio, al que aún hoy los 54 estados de la Commonwealth rinden, en desigual medida, afecto de súbdito, sobre todo a los veraneantes en Balmoral (Escocia), una familia totémica y a prueba de bombas.
Windsor es el nombre adaptado al inglés del de la realeza Sajonia-Coburgo y Gotha, unos apellidos de resonancia inequívocamente germánica que las guerras mundiales en la primera mitad del XX convirtieron en un incómodo pain in the arse (grano en el trasero): Alemania era el enemigo como nunca antes, y por la tremenda. Con ese mismo camuflaje terminológico, los también regios Battenberg se convirtieron en Mountbatten, aunque ambos patronímicos significan Montaña de Batten (Battenberg es una ciudad del Estado de Hesse: pura Alemania, al lado de Frankfurt, hoy sede del BCE). Recordarán, quizá por haber seguido la monumental serie The Crown, que a Lord Mountbatten, último virrey de la India, lo voló en su yate en 1979 el IRA en un puerto del condado de Sligo, República de Irlanda. Por cerrar esta atrevida semblanza histórica, y al hilo de la Eurocopa, hemos visto a los escoceses cantar como un batallón de William Wallace su himno oficioso, con algún aliño en su idioma ancestral, el gaélico o escocés: y es que con el inglés no hay quien pueda, a pesar de que Flor de Escocia rememora la batalla de Bannockburn de 1314 en la que los ingleses fueron derrotados (fue compuesto en 1960, seis siglos después). Los toscos escoceses no han ganado un partido y por ello quedaron últimos de grupo, pero en la grada y en el césped no perdieron una gota de ardor. Porque en eso del deporte, la gente del otro lado del Canal de la Mancha ostenta sus propios mecanismos. No sé cómo se podría traducir Manque pierda al inglés.
En estos días, en jornadas laborables y con unos horarios que, nada nuevo, son muy suyos, el Reino Unido ha vuelto a emprender su propio camino: mientras que en las elecciones de la UE la derecha más derecha ha asestado un golpe noqueador al conservadurismo y a la socialdemocracia –producto genuinamente europeo–, allí ha ganado el perdedor histórico, el Partido Laborista. Con una contundencia asombrosa. Aunque sea negativo el balance tras cuatro años de la ocurrencia de David Cameron de hacer votar el Brexit, nadie ha mencionado aquella peineta en la campaña del ganador, el whig socialista Keir Starmer. Por si cabía alguna duda, los británicos siguen a su propio aire, el aire atlántico de una identidad monárquica, irónica y del todo pragmática que, en tiempos victorianos tardíos y a caballo entre el XIX y el XX, hizo suyo el lema diplomático Splendid Isolation: a lo nuestro, desde lejos, con estos principios o estos otros, con estos políticos o estos otros, pulgada arriba o milla abajo. Con la soberbia nacional que subyace en convertir, de pronto, en absolutamente mayoritarios en el Parlamento a quienes, ahora desmemoriados, fueron los principales europeístas en el proceso del Brexit. Inglaterra y su galaxia, de pronto a contracorriente del nacionalismo que florece dentro de lo que ellos denominan Eurocracia. Y conducen por la izquierda. La suya, claro.
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