Intereses políticos y económicos

Tribuna Económica

En el tradicional conflicto entre política y economía, cabe considerar al Estado como víctima de la globalización. Entendida como el nuevo marco internacional de relaciones políticas y económicas, la globalización es el resultado de la confluencia de avances tecnológicos en la comunicación y la logística y de la eliminación progresiva de los obstáculos a los flujos de comercio y capital. Si la delimitación territorial es consustancial al concepto de Estado, su crisis ha de entenderse como consecuencia de la irrelevancia de las fronteras frente a lo etéreo de la comunicación y las expectativas en el contexto de la globalización.

La economía tiende a respetar las fronteras y las normas impuestas en cada territorio, pero presiona para su adaptación a los protocolos internacionales cuando hay choque de intereses. Puesto que la política defiende el interés general y la economía los de grupos o particulares, tendemos a aceptar que la primera debe prevalecer sobre la segunda, pero este aserto adolece de dos debilidades. La primera, que la globalización refuerza, en la práctica, la restricción que la economía impone sobre la elección política. La segunda, que los intereses políticos no siempre coinciden con el general.

El principal argumento a favor de la prevalencia de los criterios económicos sobre los políticos es el sesgo en favor de grupos de presión y el coste futuro de las decisiones erróneas, de las que tan abundante evidencia ofrecen tanto la historia (aranceles de H. Hoover en 1930, durante la Gran Depresión) como la actualidad (Trump y sus aranceles).

Los fallos de mercado justifican la prevalencia de la política. En el caso de bienes públicos (por ejemplo, seguridad), externalidades negativas (contaminación) o monopolios naturales (ferrocarril), el mercado tiende a ofrecer soluciones alejadas del óptimo social. La intervención política persigue aumentar el bienestar material (mayor cantidad de bienes a precios más reducidos) y para ello dicta leyes, recauda impuestos y ejecuta el gasto público, pero para que el conjunto funcione es necesario manejar una peligrosa herramienta. Se llama poder y su utilización imprudente puede provocar graves accidentes y situaciones no deseadas.

Pensemos en un monopolio natural: una empresa que para ser eficiente y minimizar el coste medio ha de alcanzar un gran tamaño. La búsqueda del óptimo social llevaría a una empresa pública a elevar su producción hasta aproximar el precio al coste de la última unidad producida (coste marginal), mientras que una privada limitaría la producción y fijaría precios superiores al coste marginal. El problema es que la ausencia de incentivos para reducir costes predispone a la primera a plantillas de mayor tamaño y salarios más elevados. También a la contratación de favor (volvamos a la actualidad de Tragsa, Renfe y sus empresas auxiliares), lo que se traduce en mayores costes y precios que fácilmente pueden superar a los privados.

La conclusión es que política y economía se manifiestan como contrapoderes naturales, aunque ambos de potencia tan limitada que necesitan de la cobertura complementaria que proporcionan las leyes y el tejido institucional.

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