Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
El verano va perdiendo sus fulgores con los últimos atardeceres de agosto. El horizonte convertido en una línea de fuego y los corales encendidos del cielo dan paso lentamente a celajes rosáceos y magentas, otoñales. Sin embargo, como casi todo lo que es cíclico y familiar, el espíritu acoge esta transición con calma y también cierta resignación. Lo mismo sucede con la caída de las hojas y la mengua de las tardes.
“Septiembre. Tú en la playa -recogiendo- y el mar desesperado”, recoge un poema de Karmelo C. Iribarren, tan breve como hermoso. A los niños más pequeños, en general, les sucede igual que al mar que describe el poeta donostiarra. No aceptan la llegada del otoño o, más bien, no contemplan dejar marchar el verano con deportividad. Se resisten a que la noche les cierre los parques antes de tiempo, a dejar de bañarse hasta tener los dedos arrugados o a que la vuelta al colegio les devuelva al orden y la rutina.
Madurar implica, entre otros muchos síntomas, admitir que el paso del tiempo es algo inevitable.
En septiembre de 1992, yo tenía seis años. Dos días a la semana, la jornada escolar se alargaba hasta las siete de la tarde, más o menos. El colegio Los Pinos tenía un patio, grande y bonito, lleno de árboles de hoja caduca. La última vez que estuve en el centro, eché en falta aquellos árboles. Ahora hay menos. O, por lo menos, eso me pareció.
Un día de octubre, la profesora -Conchi, se llamaba- nos envió al patio al atardecer a recoger hojas secas. De regreso al aula, pegaríamos ese botín en una cartulina celeste que nos esperaba sobre la mesa y, con rotuladores, cada crío realizaría un árbol en relieve.
Algunos niños salieron en grupo a cumplir con su cometido y yo lo hice sola. Agachada, mientras recogía las hojas, sentí un sosiego que todavía recuerdo con extraña nitidez. El otoño se aproximaba y nada podía hacerse por evitarlo. Observé la luz, que nada tenía que ver con la del verano, y escuché cómo la brisa provocaba el crujido de las ramas del colegio.
Esa serenidad la he sentido otras veces, siempre en idénticas fechas: recorriendo la calle Juan Morrison camino de mi academia de dibujo para formalizar la matrícula del curso a punto de comenzar, pintando la fuente de los caballos que había en el parque María Cristina, caminando por la Gran Vía antes de entrar en el teatro o durante una tarde de tentadero y lluvia mansa en Salamanca.
De nada vale entristecerse. Es inevitable.
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