
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Desafuero
campo chico
DE algún rincón del alma de aquel inolvidable matrimonio que componían Pepe Mateos y Pepita Becerra, debió de salir el nombre con que todos sus coetáneos conocemos a Antonia, primogénita de una fase de una conocida saga algecireña, que se crió en los aledaños de la calle Alta cuando ya se rotulaba aquel tramo con el nombre del inglés que nos trajo el tren desde Bobadilla poco antes de que nos quedáramos sin Cuba. John Morrison que era el director general de la Algeciras&Gibraltar Railway Company Limited, se llamó Juan en cuanto se convirtió en calle. Cerca de la esquina con la que fue Carretas y después General Castaños, vivió de pequeña Antoñili, sus padres y sus hermanos.
La que sería esposa de Miguel Mateo Salcedo, pertenece a la Generación del Cronista cuya denominación me van ustedes a permitir que "mayusculee" para situarla en la galería de nombres propios. En esa banda ciudadana de los cuarenta, año más, año menos, se sitúa el trampolín de la modernidad. Sus gentes estuvieron en su sitio, supieron ser estando y lo fueron allá donde hizo falta que lo fueran, en la Universidad, en la formación profesional, en el comercio, en los negocios, en el puro trabajo o en el arte.
El caso es que no todos hemos podido estar en ese homenaje que organizado por Tita Che, María José Camacho, le han rendido sus próximos en la finca El Aguila, pero seguro que de hecho o de intención, no ha faltado nadie de los que todavía quedamos. Cuando éramos unos adolescentes colegiales, la llamada enseñanza media, la secundaria, tenía dos fases, de diez a catorce años y de catorce a diecisiete. Niños y niñas nos veíamos de cerca en la segunda, cuando nos juntaban. En la primera, en nuestro querido Instituto, las niñas andaban por el piso de arriba y los niños por la planta baja. Ya después, en la preparación del acceso a la Universidad nos reuníamos e incluso incorporábamos a los que habían andado internos por otros pagos, los más en San Felipe Neri, los marianistas de la capital. Luis Alberto del Castillo acaso sea el más genuino representante del sector.
Antoñili era una de esas niñas alrededor de las que merodeábamos los muchachos de entonces, pero ella lo tenía muy claro, el torero llenaba el espacio de sus sueños. Miguelín no era cualquier cosa ni estaba al alcance de todos los suspiros. No solo era guapo y tenía un excelente porte, sino que su popularidad lo alejaba del alcance de los comunes. Ver a Miguel en la calle Ancha era un acontecimiento. Sin embargo, Antoñili consiguió que su amor por el torero fuera correspondido. Desgraciadamente ya no lo tenemos a él, pero gracias a Dios, la tenemos a ella, y eso es tan importante para nosotros que bien merece reunirse y celebrarlo.
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