Campañas electorales

09 de junio 2024 - 00:30

Resulta curioso que después de cuarenta años viviendo en una democracia o, por mejor decir, en una partitocracia (un sistema político donde son las oligarquías partidistas –en vez de el pueblo– las que asumen la soberanía efectiva) todavía nos dejemos convencer por las milongas que se nos cuentan en el único momento en que se produce algún tipo de interacción entre los ciudadanos y sus (teóricos) representantes: las elecciones.

En esa concreta –y puntual– coyuntura los candidatos necesitan ineludiblemente del refrendo de los votantes para “legitimarlos” en sus futuros cargos políticos. En las campañas electorales asistimos (obligados por la cobertura mediática) a la peregrinación de los líderes y sus acólitos desde los grandes núcleos urbanos hasta los lugares más recónditos del país. Mercados, plazas, teatros o polideportivos son los improvisados escenarios que los partidos disponen para que sus representantes digan a la gente… lo que estos quieren oír. Los diseñadores de las campañas no tratan a sus hipotéticos votantes como ciudadanos capaces de sopesar los diferentes planteamientos de los partidos respecto a cómo y hacia donde debe encaminarse nuestra sociedad sino que se les trata como clientes, esto es, parroquianos a los que intentar vender su “producto” recurriendo a las más agresivas técnicas de marketing para que el usuario les compre sus argumentos de manera impulsiva, apelando a la emoción y rehuyendo a la razón.

Es tan descarada la actuación de los candidatos que, al escucharles, uno recuerda a los buhoneros del Oeste o los charlatanes de feria, vendedores de crecepelos de linimentos milagrosos o de generosos lotes de turrón de dudosa calidad y procedencia. Mientras quincalleros y charlatanes fían su éxito a que, cuando los estafados se den cuenta del engaño, estarán a muchas millas de distancia, los políticos confían en la desmemoria (o la ignorancia) de sus votantes para que a pesar de sus incumplimientos y falsedades les vuelvan a apoyar en la siguiente convocatoria electoral.

Quienes destacan son los mediocres, los lenguaraces y bocazas que dejan en la sombra –por ineficaces– a las personas serias, las que de verdad describen la realidad por deprimente que esta sea. Después de tantos años de estar embaucándonos el resultado es que, bajo una apariencia de legalidad se esconde un estado donde no existe la separación de poderes (presumen de “haber matado” a Montesquieu), donde la Constitución es un documento irrelevante que no obliga a nadie, donde aupamos en las instituciones a quienes buscan abolirlas y donde los intereses de los políticos nada tienen que ver con los de los ciudadanos. La falta de cultura democrática nos retrotrae a los campesinos miedosos y maltratados que Delibes tan bien describió en Los santos inocentes.

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