Andar y contar
Alejandro Tobalina
Rutina
Si desgloso la palabra coincidencia me sale “co”, que es igual a “con”, e “incidencia”, que, como todos sabemos, es un suceso. Siempre he creído en la causalidad más que en la casualidad y en que, si una coincidencia no es más que algo que se da por medio de un suceso, deja de ser azar o accidente.
En mi fe imperiosa de que todos vivimos bajo los efectos de un plan divino (sin importar de dónde creas que viene dicho plan) la encontré.
Me enamoré deliberadamente de su pelo, de su andar y hasta de ese gesto involuntario que hacía con los ojos cuando no sabía qué decir o se avergonzaba de algo.
Me lancé al vacío sin tener idea de lo que encontraría abajo y en plena caída libre me di cuenta que me dirigía, sin retorno, al suelo. Al batacazo, quizás, más histórico de mi existencia. Pero no me importaba, yo solo quería, y puede que suene loco, seguir sintiendo el cosquilleo de lo eterno que me proporcionaba el descenso. Necesitaba ese aliciente contradictorio para no dejar de creer. Para mantener en auge cada promesa que le había hecho sin tan siquiera haberme escuchado ni una sola vez. Como si hubiese hablado sola durante ese período. Como si todo aquello infinito que le estaba ofreciendo, me lo estuviese brindando, sin darme cuenta, a mí misma. Recuerdo que al llegar al suelo miré hacia arriba y pensé: “Joder, vaya experiencia más jodida y dolorosa, pero ha sido espectacular”.
No conseguí levantarme con facilidad, de hecho, tardé meses, o quizás, años. Perdí la cuenta. Pero sí tengo en la memoria la esencia de aquel aprendizaje y la capacidad de entrega que desarrollé sin recibir nada a cambio. La incondicionalidad aplastante en la que entendí el amor y en la que conseguí ver el tesoro ilimitado que tenía para dar.
En ese momento me sentía la mejor persona del mundo por amar sin ser amada y soportar inviernos en pleno verano, pero, en algunas cosas, estaba muy equivocada.
Buena persona, quizás sí lo sea, aunque eso no debería juzgarlo yo. Pero: ¿Amar sin ser amada durante años y creerme guay por eso? ¡Cuánta inocencia! Amar con madurez y responsabilidad afectiva debería enseñarse en primaria. Pero no hacia los otros, sino hacia una misma.
Durante ese tiempo aprendí muchísimo. Sobre mí. Sin duda, pensaba que me estaba convirtiendo en alguien mejor, y así era. Sin embargo, no cultivé los límites. No me valoré. Me desgasté hasta darme una de las hostias más desafiantes de mi vida y pasado el tiempo, lo he entendido. La palabra más repetida en mi mente es respeto. Eso no me tuve y ese ha sido mi trabajo desde entonces. Valorarme, respetarme, tenerme compasión, aceptarme tal y como soy y no tener miedo a volver a amar sin medida.
Aquella historia quedó muy atrás y solo soy capaz de pronunciar un “gracias”, porque aquella co-incidencia dio paso a una nueva Rocío. A un nuevo yo.
También te puede interesar
Andar y contar
Alejandro Tobalina
Rutina
En tránsito
Eduardo Jordá
Linternas de calabaza
El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Por montera
Mariló Montero
Los tickets