Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Te hablo desde la habitación 510 del hospital Punta Europa. Estamos a mediados de abril de 2014. La primavera coquetea ahí afuera y, aquí adentro, aislado porque las defensas flaquean, una bomba de infusión dispara en mí lo que traen de la farmacia unas bolsas amarillas y negras que cuelgan del palo del gotero.
La máquina va a lo suyo y enciende su alarma cuando el líquido se acaba. Es la forma de decirte que su trabajo está hecho y que el cuerpo tiene que revelarse ante las alteraciones que lo invaden. Los parches de fentanilo y la dolantina ayudan para aliviar los dolores y desde el pasillo llegan continuamente voces de amigos y familiares que se acercan para preguntar, para saber cómo van las cosas y si, definitivamente, la medicina echa un cable y tiramos para arriba.
En el cabecero de la cama hay una luz fría, larga, que apunta al techo y observo que cada día que pasa tengo más estampas del Medinaceli enganchadas por todos los filos. Palma me cuenta que me las traen porque unos y otros, desde su fe, han pasado por el barrio de San Isidro y han pedido para que me ponga bien.
En mi debilidad, en esta infinidad de horas que pasan despacio, la mente me lleva a mi infancia en el barrio de La Bajadilla y a su iglesia de Santa María Micaela, donde fui durante años uno de los monaguillos del padre Agustín. Miro las caras del Medinaceli que me miran y me sonrío porque en mi juventud pasé por todos los estadios posibles de mi credo: religioso, agnóstico y ateo. No sé si el descubrimiento de la figura de Darwin y su teoría de la evolución o si la racionalidad, o las dos, me hicieron arrinconar las oraciones que con tanto interés aprendimos en las clases de religión de la EGB, en el colegio Generalísimo Franco, pero lo cierto es que a estas alturas de la vida y en esta quinta planta del Punta Europa ya ni siquiera sé en lo que creo. Es más, no me preocupa para nada haber recorrido por todos los salones de la espiritualidad de mi alma.
Pero los amigos siguen llegando hasta la puerta para transmitir su cariño y su fe y con el paso de los días estoy descubriendo que tengo claro que creo, por encima de todo, en esos trozos de energía que cada uno me trae, creo en el cariño, en la ilusión con la que pasaron para poner unas flores por mí en San Isidro y en el miedo que se observa ante este cuerpo enjuto que en nada se parece al que fue.
La Medicina, mi energía, el amor de mi familia, las oraciones de todos y esas miradas tuyas desde el cabecero de la cama en aquel abril de 2014 me han traído hasta aquí este Martes Santo de 2023, nueve años después, permitiendo a este creyente, agnóstico y ateo de La Bajadilla, todo contradictoriamente fundido, que se acerque una vez más hasta tu barrio para guiñarte mientras caminas majestuoso por Montereros. Creo, gitano, que te lo debo.
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