Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Política decente
¿ SE acuerdan de aquellas cadenas de cartas que hace años nos llegaban y que nos impelían a que volviéramos a reproducir su contenido y a enviárselo a otras diez o doce personas? Unas veces se invocaba a algún miembro del santoral poco conocido (San Cucufato, San Euquerio, San Eleusipo…) y otras, a alguna superstición de la santería o el vudú. Y había quien lo cumplía religiosa y mecánicamente, bajo la amenaza de que, de no hacerlo, sufriría una serie de interminables desgracias, o con la esperanza de que, al hacerlo, se cumplirían todos sus deseos. Siempre me sorprendió la esperpéntica credulidad de la gente que perdía su tiempo en reproducir aquellas cartas de una carilla, con letra torpe y hasta temblona, para cumplir con el alto propósito de no interrumpir la cadena. Creo que, desde entonces, odio las supersticiones y las cadenas -todas- y los mensajes reiterativos y los comentarios miméticos y banales. Y lo peor es que estamos volviendo casi a lo mismo, pero ahora con las económicas y expeditas herramientas del mundo digital.
A mí esto de las cadenas me lo trae al pensamiento esta nueva moda de enviar mensajes multimedia, prefabricados, serializados y repetitivos ("reenviado muchas veces" reconoce el sacrosanto whatsapp), para felicitar cualquier tipo de evento y, especialmente, las fiestas. Desde hace varios días, para poder vivir, mi teléfono tiene desactivadas las notificaciones y, al atenderlo, me da tremendos escalofríos pensar que tengo que abrir ese número ingente de puntos verdes que cuelgan de todos los contactos de mi agenda (sí, incluso, de ese que no tiene nombre de pila y que es del fontanero que vino una vez a arreglar el grifo de la ducha). Y, cuando los abro, hasta fatiga me dar ver la ristra de gifs y de microvideos con sus copas de champán chocando, sus fuegos artificiales y sus letras que van cayendo lentamente sobre un suelo nevado. Perdónenme, por favor, si no los contesto: es que no me da la vida.
Y, entonces, me pregunto: ¿tanto cuesta una vez al año pararse un rato y enviar un mensaje personal, algo que tenga sentido y contenido? Señoras y señores felicitadores que ya creen que han cumplido con su misión un año más, piénsenlo un poco. No cuesta tanto. Inténtenlo el año que viene. Échenle un poco de ganas y un mínimo de tiempo. No hay que regar el mundo de felicitaciones embotelladas; es suficiente con seleccionar a un grupo de personas -familiares o amigos- que sepamos que necesitan recibir unas palabras de afecto y la expresión de nuestros buenos deseos. Lo demás, en realidad, sobra bastante, pues de sobra sabemos quiénes nos quieren, quiénes nos desean lo mejor, quiénes estarán con nosotros, de verdad, en los malos momentos y quiénes no pueden ni vernos. ¡Rompan las cadenas! Si quiera, háganlo por esa microporción de energía que se gasta con cada mensaje inútil, automático e impersonal.
Y, dicho esto, Feliz Año Nuevo, queridos lectores y lectoras.
También te puede interesar
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Política decente
El mundo de ayer
Rafael Castaño
Niños tristes
Quizás
Mikel Lejarza
Las cosas cambian
Lotta Continua
Francisco Silvera
La verdad y el puño
Lo último