Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
¡Oh, Fabio!
Mijaíl Gorbachov fue, para entendernos, como un Adolfo Suárez al que se le hubiesen independizado el País Vasco y Cataluña. Al eslavo lo odiaron en su país y murió en soledad. No era para menos: dejó como herencia una Rusia rota y empobrecida. El español, aunque hoy parezca mentira, también sufrió la antipatía generalizada de sus conciudadanos. Tuvo que dimitir en medio de una pitada general y su última aventura política, el CDS, fue un bluf que acabó en manos de Mario Conde. Sin embargo, Suárez acabó aupado a los altares de la patria por su gesto de coraje el 23-F y, sobre todo, porque aquello que se llamó la Transición acabó bien, con una España novorrica (con la inestimable ayuda de Europa) y más o menos unida, aunque de milagro.
Es cierto que Gorbachov fue fundamental en el fin del comunismo, esa estafa masiva que vuelve a estar de moda en los bares pijos de Madrid. Pero, probablemente, como muchos apuntan, lo hizo sin ser muy consciente de lo que estaba haciendo. Da la impresión de que el hombre de la frente manchada se dejó llevar por el torbellino de la historia y lo consiguió hacer sin un desastre nuclear, algo que le debemos agradecer. Lo que da un poco de grima de esta figura, canonizada por los mismos que beatificaron a Lady Di gracias a una mezcla de cursilería y progresismo soft mediático, es su autocomplacencia con ese papel de superstar internacional que le asignaron los occidentales. Aquello acabó de la peor de las maneras posibles, con el Premio Nobel de la Paz, compartiendo cuadro de la fama con Kissinger, Carter o Yasir Arafat, un trío de monjitas solidarias.
En la Rusia que dejó Gorbachov los bebedores severos se quedaban ciegos por la mala calidad del vodka. Soñó con el oxímoron de un comunismo de rostro humano, lo que nos revela el fondo iluso de un hombre que, a veces, parecía que se lo estaba pasando bien en aquel carajal, disfrutando del rancho de Ronald Reagan y los besos del camarada Honecker, que ya son ganas.
No hay que ser muy duro con él. Es uno de esos ejemplos de la ética de la traición que, como defendía Javier Cercas en Anatomía de un instante, evitan males muchos mayores. Su memoria, junto a la de Reagan, Juan Pablo II y Thatcher, quedará siempre unida a la de varias generaciones que vieron cómo caía el muro pero la historia seguía navegando hacia mares igual de tenebrosos que los pretéritos.
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