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De la polémica suscitada por la serie documental que presenta a Cleopatra VII –Cleopatra a secas para la posteridad– como una mujer negra ya habló Carlos Colón en estas páginas, para defender que las licencias de la ficción, donde los creadores pueden permitirse, aunque no siempre con fortuna, las más inverosímiles audacias, no son aplicables al terreno de las producciones que albergan pretensiones históricas. Por lo que dicen los estudiosos que han tenido la paciencia de verla, no es el único error de una serie que contiene muchos otros, fruto menos de la ignorancia que del sesgo anacrónico que contamina el relato, donde la supuesta heroína de ébano se presenta como precursora de la liberación de los oprimidos. Hay decenas de publicaciones que se atienen al rigor a la hora de tratar de la última reina del antiguo Egipto, pero si lo que se busca es entender las razones de la perdurable fascinación que ha proyectado a lo largo de los siglos, así como las implicaciones ocultas de los diferentes retratos, el lector no especialista puede acudir al apasionante libro que le dedicó la ensayista británica Lucy Hughes-Hallett, donde se analiza la conversión del personaje en un mito que ha sido incontables veces recreado en la literatura, el arte, la música, el teatro o el cine. Las distorsiones, desde luego, como en otros casos, incluyendo a los propios césares de Roma, se aprecian ya en los historiadores de la Antigüedad, pero la teoría que le atribuye a Cleopatra rasgos subsaharianos, o de nubios o etíopes, es imposible de conciliar con su inequívoco linaje macedonio, como heredera directa de una dinastía, la ptolemaica, que remontaba su bien documentado origen a uno de los generales de Alejandro y practicó una estricta endogamia, adoptando la costumbre del casamiento entre hermanos. El cabo al que se agarran los defensores de la negritud de Cleopatra es que en su caso se desconoce la identidad de la madre, pero no hay ninguna referencia a que la hija tuviera la piel oscura, un dato que no habría pasado desapercibido entre los contemporáneos y menos a ojos de los latinos, obsesionados con la apariencia física de la reina. Hubo faraones negros, los de la famosa dinastía kushita, pero su reinado en Egipto es muy anterior a la llegada de los Ptolomeos. En definitiva, los guionistas de la serie, en su afán por desblanquear la Historia, siguen una tesis marginal que lleva al extremo el celo de autores como Martin Bernal, controvertido explorador de las raíces afroasiáticas de la civilización clásica. Con razón dice Hughes-Hallett que las encarnaciones del mito de Cleopatra se corresponden con los prejuicios de cada época.
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