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Mikel Lejarza
Toulouse
Tribuna de Opinión
Es un principio consagrado en Derecho Penal el de intervención mínima. Si acudimos al Diccionario Panhispánico del Español Jurídico, encontramos que se trata de un criterio que en el Derecho Penal, como ultima ratio, debe reducirse al mínimo indispensable para el control social. Es decir, se deben castigar solo las infracciones más graves y, con respecto a los bienes jurídicos más importantes, debe ser el último recurso utilizado por el Estado.
Por eso se habla del carácter fragmentario y subsidiario del Derecho Penal. Es decir, que ni se debe judicializar todas las infracciones ni toda conducta transgresora de la norma debe ser castigada. Hay infracciones inocuas, como por ejemplo -y recuerdo a mi profesor de Derecho Penal en la Universidad de Sevilla, don Francisco Muñoz Conde- quien a las cuatro de la mañana en una playa absolutamente inhóspita (o sea, sin nadie en ella) conduce un turismo bajo la influencia de una desordenada y grosera intoxicación etílica precedente: no hay delito porque ninguna seguridad vial se está poniendo en peligro.
Pero el Estado, cuando se trata de su cartera, de las pelas hablando en plata, léase en plan elegante de la Agencia Estatal de Administración Tributaria (AEAT), no se casa con nadie... o con casi nadie. Y castiga -con absoluto desprecio del principio de proporcionalidad, según mi parecer (arts. 2.3-b y 3.1 de la Ley Orgánica de Contrabando 12/1995 de 12 de diciembre)- a quien cometa contrabando de tabaco entre otras cosas, con penas que van desde los tres hasta los cinco años de prisión (la mitad superior de una pena que va desde un año a cinco años de prisión). Fueraparte, dicho en lenguaje de la calle, de la multa que puede ascender hasta el séxtuplo del valor del tabaco y de la afirmada responsabilidad civil, es decir, lo que el Estado habría dejado de ingresar si la operación de contrabando hubiese llegado a buen término.
Una ruina para quien pillen con más de 15.000 euros en tabaco de contrabando, valoración que hace el Estado, claro, no la que se hace en Andorra o en Gibraltar, para que todos nos entendamos. Ruina porque casi siempre detienen a los mismos: a los porteadores, que son los eslabones más endebles de la cadena. A los jefes casi nunca los cogen.
Ahora bien, cuando atacan a un servidor público, es decir a un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de seguridad del Estado, sea miembro del Instituto Armado de la Guardia Civil, de la Policía Nacional, Autonómica o Local, la pena que se le puede imponer a quien comete atentado no llega a los cinco años de prisión, como sí puede ocurrir en caso de contrabando de tabaco.
Y así, dispone el artículo 550.1 y 2 del Código Penal que son "reos de atentado los que agredieren o, con intimidación grave o violencia, opusieren resistencia grave a la autoridad, a sus agentes o funcionarios públicos, o los acometieren, cuando se hallen en el ejercicio de las funciones de sus cargos o con ocasión de ellas, incluidos los funcionarios docentes o sanitarios, serán castigados a las penas de prisión de uno a cuatro años y multa de tres a seis meses si el atentado fuera contra autoridad y de prisión de seis meses a tres años en los demás casos".
Lo dicho, al Estado le importa más la integridad de su Hacienda que la integridad física de sus servidores públicos.
Nada de lo escrito hasta ahora vale si el atentado se comete en pro de la independencia de Cataluña. Ahí, gratis total como pronto se verá. Pero con el tabaco no se juega.
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