Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
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La cajera no podía disimular el fastidio que la escena le estaba causando, y eso que en la cola del supermercado solo estábamos dos personas: la que suscribe y una señora mayor que trataba de pagar, pero no acertaba con el pin de su tarjeta. Nerviosa, la veía balbucear mil disculpas a la treintañera tan poco empática que la miraba con desdén desde el otro lado de la caja. Ante los pitidos de no aceptación de la tarjeta, la señora –que ya habría cumplido los ochenta– menuda y temblorosa, intentó abrir el monedero y, al hacerlo, se le cayeron al suelo las monedas que llevaba. La de la caja ni se inmutó. Me agaché rápida a ayudarla y mientras trataba de tranquilizarla, oí a la cajera decir en alto, como para que la oyeran en todo el súper: “Es que no sé para que salen, solo estorban…”. Me revolví como si me hubieran mentado a mi madre. Monté en cólera y pedí que viniera la responsable del súper. La gente que estaba en ese momento comprando se arremolinó afeándole la conducta a la nada empática cajera. La señora mayor lloraba bajito, mientras yo trataba de consolarla y le explicaba que no iba a tolerar que la trataran como lo había hecho aquella maleducada quien, lejos de pedir disculpas, seguía relatando por lo bajini y lanzándonos miradas asesinas, que transmutaría en ojos de cordero degollado en cuanto vio llegar a la encargada. Al segundo de explicarle lo que había pasado, ésta pidió excusas a la señora, le ayudó con la compra, le dijo que no se preocupara del pago, que el súper se hacía cargo y mandó sustituir ipso facto a la señorita de la caja. La señora, ya más tranquila, me dijo al irse: “Dios se lo pague, qué suerte tiene su madre”. De mi madre, que nos dejó por estas fechas hace unos años, no había parado de acordarme desde que la vi, nerviosita, peleándose con la tarjeta. De mi madre, y también de todas las benditas madres, titas, abuelas, vecinas, de una cierta edad a las que se les hace un mundo manejarse con los malditos pines y las demás limitaciones que les impone el laberinto tecnológico que nos envuelve. En sus ansias de expandirse y convertirnos a todos en alfabetos digitales, no les han tenido en cuenta. Allá se las avíen, vienen a decir y, si no, que la familia los acompañe o que no salgan. Triste devenir el de estos tiempos tecnológicos que arrinconan, irrespetuosamente y sin contemplaciones, a generaciones enteras a mayor – y penosa– gloria de eso que vienen en llamar “los avances”. De las y los impresentables que, a veces, te encuentras de cara al público, hablaremos otro día, que aún me sale la hidra y estamos de puente.
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