Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Durante la dictadura franquista, el andaluz José Solís Ruiz ejerció –entre otros cargos– de ministro secretario del Movimiento, Delegado Nacional de Sindicatos y Ministro de Trabajo. Fue él quien hizo celebre la frase “más deporte y menos latín” pronunciada en un discurso en las Cortes en el que este campechano ministro (considerado “la sonrisa del régimen” y con la desenvoltura suficiente para emplazar al mismísimo Hassan II a negociar “de cordobés a cordobés” la crisis de la Marcha Verde) señaló que debían dedicarse más horas al deporte en las escuelas aunque “fuera a costa de dar menos latín”.
En relación con ella se atribuye al filósofo y rector de la Complutense Adolfo Muñoz Alonso la respuesta dada a Solís ante la pregunta de para qué servía la enseñanza de una lengua muerta. “Por de pronto, señor ministro, para que, a su Señoría, que ha nacido en Cabra, le llamen egabrense y no otra cosa”. La conocida anécdota resulta pertinente en un tiempo en que estamos asistiendo no ya al entierro del latín sino, en general, de toda la cultura, de las leyes, los derechos e incluso la libertad de pensamiento. Ya en el mundo clásico se consideraba a la retórica (el arte de hacer atractivos y convincentes nuestros puntos de vista) una de las materias escolares más importantes. Y desde Aristóteles hasta Cicerón siempre fueron admirados sus maestros. En la Edad Media, con el nacimiento de las primeras universidades en la Europa cristiana, los alumnos estudiaban las “artes preparatorias” o “artes liberales”: el Trivium (gramática, retórica y lógica) y el Quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía). Clérigos y escolásticos dominaban la oratoria y entre sus excelsos representantes estaban Tomás Moro y Erasmo de Róterdam.
Difícilmente encontraremos en los discursos que se escuchan en nuestros múltiples parlamentos alguno que destaque por su elocuencia o por un uso adecuado de figuras retóricas. Generalmente los políticos destacan por su analfabetismo –funcional–: “insultos y soeces” decía la ministra de Educación; por su ignorancia: la Vicepresidenta entendió una referencia a sus palabras que terminaba en “Calvo dixit” como un menosprecio que la comparaba con Dixie, el ratoncito compañero de Pixie, ambos perseguidos siempre por el gato Jinks, y no pocas veces por su lenguaje vulgar y soez: “Esto es una mierda” o “estamos hasta el coño” que proclamaban ante las elecciones europeas unas progresistas de pacotilla. Un poco de retórica y de latín habrían servido para que el presidente, por ejemplo, en vez de recurrir a la reiterativa metáfora de “la maquina del fango”, un artilugio tan absurdo que ni siquiera se le ocurrió al profesor Franz de Copenhague en los Inventos del TBO, podría haber invocado con mayor propiedad al clásico “Deus ex machina”: resuelve las situaciones sin explicarlas y… queda mucho más fino.
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