Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Hace unos quince días me reencontré con una de las sensaciones más placenteras para mi cerebro, el olor de la tierra mojada, ese olor que no creo que haya ningún humano con sensibilidad que no haya guardado desde su más tierna infancia, posiblemente unido a esos juegos que ahora a ningún padre o madre responsable se le ocurriría facilitar (la sobreprotección).
Jugar “al pincho” contaba, inevitablemente, con que un adulto te facilitase ese cuchillo de punta fina, que tirado con puntería y a corta distancia, te iba posicionando en la ampliación de tu lote de tierra, mojada y compacta, que delimitabas con gusto y precisión, frente al mosqueo de los jugadores. Diversión sin género desde los 6 años hasta los 12 ó trece en el que otros pasatiempos desplazaban nuestra atención; recibíamos las primeras lluvias, precedido por el “petricor” que así se le llama a este olor de mezcla entre tierra, agua y encimas y que a partir de 1964 se produjo químicamente y se añadió a más de un selecto perfume, y que anticipaba los juegos cuando escampaba; otras veces consistía en colocarse las austeras botas negras para la lluvia y andar por arroyuelos, o pequeñas lagunas formadas por las trombas de agua, y lógicamente, la gracia estaba en que te entrase el agua por la parte alta cuando desafiabas los límites de la profundidad. Casi milagrosamente de un día para otro nacían los “candiles” que segábamos y llenábamos de alcohol y encendíamos con un mixto, que era como le llamábamos a los fósforos en estas tierras. Estos fragmentos de memoria siguen prendidos en ella.
Y hay un olor y un color para cada estación del año. En primavera los érguenes adustos se revestían con flotes diminutas, de un bellísimo color amarillo y un perfume, que a narices como la mía nos decían que ya estaba la nueva estación. Y casi sin transición, el olor del salitre y de las brozas en las playas por la mañana, en esas arenas de poniente, fina y blanca, junto al sol restallante y a los días largos e interminables, siempre en compañía de una pandilla.El otoño y los puestos de castañas, con el delicioso olor del asado de ese fruto que si no existiese habría que inventarlo. Olores primarios de la Naturaleza en estado inmaculado, como dicen los costarricenses de su país, “Pura Vida”, acompañados por sabores cíclicos, pavos asados, torrijas infusionadas en leche entera con la piel de limón, naranja y canela y el chisporroteo de un aceite de oliva suave para la ocasión; fritura de pescaditos y risas de grandes y chicos que resuenan aún en nuestra bahía.
La lluvia reciente me ha hecho caer en la cuenta que con el cambio climático, quizás también nosotros nos perdamos sin estas estaciones, como lo hacen las bandadas de pájaros que terminan lejos de sus lugares de nidación y desaparezcamos en un desierto de lágrimas.
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