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En estos tiempos que estamos viviendo, el uso de las redes sociales se ha disparado un 40% en general y un 50% en a través de los teléfonos móviles. En 2019, la media del tiempo que pasamos navegando en internet fue de 3 horas y media al día.
Esto quiere decir que, tanto adultos como niños y adolescentes, pasamos gran parte de nuestro tiempo conectados y que durante el confinamiento hemos doblado este consumo. Tenemos suerte de tener una sociedad global e interconectada y en estos últimos 50 días eso ha sido en parte un salvavidas. Poder ver la cara a nuestros familiares mientras hablamos con ellos nos hace sentir más la cercanía emocional y menos la falta, algo importantísimo para nuestra salud mental. Además, tenemos al alcance de nuestra mano muchísimo contenido que nos ayuda a aprender, hacer ocio y distraernos sin salir de casa.
Sin embargo, debemos tener en cuenta la invasión cognitiva y emocional que eso supone si no filtramos la información. Es decir, nuestra cabeza echa humo pudiendo leer miles de noticias diferentes sobre un mismo suceso, muchas de ellas faltas de veracidad y rigor periodístico. Este bombardeo de noticias sin base estable puede producir un aumento de la ansiedad y la sensación de falta de control.
Por eso es importante elegir qué medios de comunicación seguiremos y en qué franja horaria, ignorando posibles bulos informativos y por supuesto frenando su expansión. Nos quedan por delante meses hasta volver a una nueva normalidad y es primordial tener unas pautas claras de higiene tecnológica durante la desescalada.
Por otro lado, es preocupante el aumento del uso de las redes por parte de los menores: uno de cada tres usuarios de internet son niños. En esta situación extraordinaria de confinamiento, hemos de tener en cuenta que los niños y adolescentes necesitan socializar y sentirse integrados con su grupo de iguales y eso ahora pasa por utilizar las nuevas tecnologías y sus redes para estar conectados. No obstante, hay que procurar un uso responsable.
Los menores tienen necesidades diferentes según sus edades sobre el uso de la tecnología.
De 0 a 2 años el cerebro está en pleno desarrollo y existen evidencias sobre el daño que las pantallas pueden producir en la maduración de ciertos núcleos cerebrales, observándose problemas de atención y emocionales, como la capacidad de frustración.
A partir de los 2 o 3 años y hasta los 12, podríamos empezar a dejarlos utilizar el teléfono, siempre con un adulto que supervise el contenido, en una duración de 15 a 30 minutos para los más pequeños y hasta 1 hora para los más mayores, con el objetivo de enriquecer su aprendizaje y, por supuesto, evitando premiarles o calmarles con el móvil.
Nos hemos acostumbrado a darles a los más pequeños el teléfono para tranquilizarles durante una rabieta o para dormirlos. Esto, que a corto plazo es un alivio para los padres porque se obtiene antes un resultado positivo -el niño se calma, deja de llorar o de gritar- a medio y largo plazo se vuelve en nuestra contra.
El cerebro de un niño no está preparado para autorregularse, es decir, para calmarse necesita a sus figuras de referencia, ya que una de las necesidades emocionales básicas del ser humano es sentirnos atendidos, escuchados y validados. Si enseñamos a los niños a regularse con el teléfono, no podrán sentir que se les validan sus emociones, tendrán problemas de autoestima y, por tanto, se producirá dependencia al dispositivo.
Por ejemplo, si mi hija Anita, de 3 años, está llorando porque quería un juguete, o mi hijo Pepito de 1 año está llorando porque no puede dormir, y les doy el móvil con vídeos o juegos, no aprenderán a regularse solos y necesitarán siempre un dispositivo para hacerlo. Además, no pasarán el suficiente tiempo sintiendo esa emoción y un adulto no les enseñará a entenderla y manejarla.
Con adolescentes, puede ser distinto, pues la necesidad de contacto con sus iguales es muy alta y también primordial para el correcto desarrollo cerebral, emocional y beneficiar al proceso de individuación. Sin embargo, es importante tener una relación de confianza con ellos en la que podamos explicarles los peligros que existen. Lo más importante para que ellos confíen en nosotros es estar abiertos y disponibles, conectar con sus necesidades emocionales y respetar su intimidad.
Tener ciertas normas puede ayudar, como por ejemplo tener un tiempo fuera, es decir toda la familia sin redes para conectar entre nosotros o que durante el tiempo de estudio el uso del teléfono esté restringido a búsqueda de información.
En resumen, los seres humanos necesitamos adaptarnos a los cambios y por ello pasa la adaptación a la nueva era de las redes sociales. No obstante, debemos cuidar la forma en la que nos relacionamos con ellas para que no se conviertan en algo adictivo y en nuestra única vía de comunicación, puesto que también somos seres sociales y si algo puede despertar esta crisis es la necesidad de volver a sentirnos, tocarnos y abrazarnos, algo que la tecnología no puede darnos.
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