Andar y contar
Alejandro Tobalina
Rutina
En abril de 2004 operaron a mi madre de obesidad mórbida. Carmen María Boza medía 1,50 m y pesaba 160 kg.
Recuerdo cómo los niños se reían de ella cuando nos montábamos en el bus. Yo era pequeña y no sabía defender las situaciones injustas, pero nunca olvidaré la impotencia que sentía cuando la señalaban con el dedo por no entrar en los cánones de belleza de la sociedad.
Siempre me decía: "Cuando esté delgada..." y hacía alusión a cualquier actividad que hiciésemos los demás mortales y que ella no podía por su peso, como, por ejemplo, montarse en una atracción de feria. Le encantaba subirse al Vikingo con sus niñas o sus sobrinos. Pero en los últimos tiempos no era posible porque no se sentía cómoda o, directamente, porque no entraba en el espacio habilitado para una persona. Yo le decía que no quería que adelgazase, que la amaba tal y como era. Mi madre, gorda para los demás, única para mí. De hecho, a pesar de sus comentarios llenos de deseos que escondía en lo más hondo de su ser, nunca mostró debilidad por tener que pedir ropa a medida o por ser diferente. Era inteligente, íntegra y generosa. Eso eclipsaba cualquier enfermedad o problema físico que tuviese. Tanto fue así, que después de ser intervenida de reducción de estómago su cuerpo no se adaptó al cambio y, en pleno proceso de pérdida de peso, murió. Sin darme tiempo a gritarle que su sueño estaba a punto de cumplirse. Que pronto volveríamos a subirnos a cualquier cacharro de feria como antaño. Como cuando yo era una niña y solo me sentía segura a su lado.
Con los años descubrí que mi madre había tenido depresión por mucho tiempo y que, quizás, eso precipitó su marcha al más allá. Ese dato me sigue torturando. Hoy, con la información tan a la mano que tenemos me desgarra saber que se sintiese sola porque los demás no le hiciésemos "un hueco" entre tanta superficialidad (metámonos todos y que se salve el que pueda).
Hace unos días, un conocido me dijo: "Estás más gorda, con la canijilla que tú eras". Me mordí la lengua y solo pude emitir un leve: "Qué agradable eres, ¿no?". Y quizás ese sea el problema generalizado. Callarnos cuando hay que hablar. En mi caso, no tengo un problema grave con el peso, pero... ¿Y si estoy pasando por un mal momento y la ansiedad me lleva a comer de más? ¿Y si tengo tiroides y eso hace que engorde de manera desorbitada?
Mi discreción y no decir lo que deseaba ha conseguido que ese señor me recordara a mi madre y lo que debió sufrir con un tema tan serio. Allá donde esté le pido disculpas por tanta ignorancia, mía y del resto. Y no solo porque no hayamos sabido encajar la imagen de los gordos, sino por creernos con la licencia de decirle, también, a los más delgados, que lo están.
Pues, en ocasiones, los problemas de salud visibles son un reflejo de lo que hay dentro. Y, sin duda, las batallas internas solo las entiende el que las lidia. Y en ese tipo de guerras no se necesitan jueces.
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