Alberto P. De Vargas

Pérez de Vargas, Rafael

La esfera armilar

08 de enero 2009 - 01:00

UN viernes con mala sombra, del que hoy se cumple un decenio, Rafael se encontró con la muerte no muy lejos de donde cuarenta y cinco años antes, más o menos, se había encontrado con la vida. Ya no está, pero somos muchos los que mantenemos vigoroso su recuerdo. Aquel niño grandón que nació en la calle Real, en Algeciras, en la casa en la que se vestía Clavijo de torero y Antoñito Arias despertaba, cada día, su bondad; ha dejado algo de sí mismo en el corazón de un montón de gente. Quien tuviera la suerte de conocer a mi tío Leocadio, su padre, sabría verle como una prolongación suavizada de aquel abogado de todas las causas y de todos los asuntos, que descartaba madrugar y apenas si usaba su despacho lleno siempre de papeles. Ni él ni Ignacio Molina Pérez de Vargas, pudieron evitar, desde posiciones ideológicas a veces encontradas, el asesinato de su común primo hermano Blas Infante. Hubo más suerte con Antonio Moya, un hombre al que quise como a pocos y cuya memoria venero, al que se ajustaba la sentencia machadiana sobre la bonhomía como si para él hubiese sido escrita. En la sevillana Puerta de Jerez hay una placa que no tardará en cumplir quinientos años, que dice: "Hércules me edificó, Julio César me cercó de muros y torres altas, un Rey Godo me perdió y el Rey Santo me ganó con Garci Pérez de Vargas". Desde que Garci recibió el apellido como reconocimiento del rey Fernando a su liderazgo militar en la conquista, en 1248, de la ciudad de Sevilla, dejando su tierra castellana para establecerse en Andujar, entre sus numerosos descendientes andaluces no se había dado una tragedia como la de los Pérez de Vargas de Casares, masacrados por partidarios de la legalidad republicana de los años treinta y situados, por lo tanto, al otro lado de los asesinos de Blas Infante. A los Pérez de Vargas se les mataba en cualquiera de los lados y a Infante le tocó en Sevilla porque no estaba en su entorno familiar de Casares cuando los braceros armados ocuparon las tierras y eliminaron a sus propietarios. Rafael heredó de su padre el oficio y un bufete que entraba con él en la modernidad. Recogió la prometedora cosecha de una siembra que había llegado ya a las navieras que iban estableciéndose en el puerto. Su asociación con Rafael Escuredo y Ana María Ruiz Tagle, fue determinante para los tres, y su amistad con Manuel Chaves definitiva. Al presidente le hubiera gustado verle en esos destinos que parecen ligados al prestigio y no a la política. Rafael habría sido en unos años, lo sería ahora, un referente de la gran política andaluza. Prestó un buen servicio a su pueblo, a su tierra y a la sociedad. Se le debe recordar con gratitud. Y lamentar que haya dispuesto de tan poco tiempo.

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