Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Alos quince tuve un novio que vivía el amor a través de la amenaza de su pérdida. La primera vez que me fui de viaje con mis amigas me advirtió: "A la mínima sospecha de cuernos, haré lo mismo". A esa edad todavía no había aprendido a diferenciar los comportamientos tóxicos de la pasión y por eso cualquier chantaje surgido del miedo a perderme me parecía una reafirmación de nuestro compromiso. Como cabía esperar, esa noche no le bastó más que un ataque de celos para decirme por teléfono que se iba a ir a ver a su exnovia. Me volví loca, de dolor y de tristeza, y me lancé en brazos de todos los chicos que se me cruzaron por delante. Fue la primera vez que perdí la cabeza, la primera vez que me puse en peligro por rabia, que hice algo que no quería hacer sólo para vengarme de otra persona.
El tiempo y la madurez hicieron que para mí la venganza perdiera todo el sentido, como si nada de lo que pudieran hacerme valiera mi esfuerzo. Pero la adolescencia, sin embargo, es esa época en la que todo duele como si fuese a matarnos, en la que cualquier golpe cambia la disposición de las partículas que nos conforman.
Es curioso, han hecho falta un hijo y una advertencia nuclear para volver a sentir que sería capaz de cualquier venganza si alguien cumple sus amenazas. Quién me iba a decir que iba a ser Putin el que me devolviera el fuego de los quince años. Cada vez que escucho sobre la posibilidad de un ataque nuclear no pienso en mí, sino en el futuro de mi hijo, y se me viene a la cabeza aquella noche en la que mi ex, tras invadirme, me rompió por dentro. Y recuerdo la furia asesina de después.
Sólo espero que las amenazas del líder ruso sea más inteligentes que las de un adolescente, que sean producto de una toxicidad trabajada en el tiempo, que comprende que es el miedo el que paraliza a la víctima, y no el cumplimiento de las amenazas. Una toxicidad que haya conocido a aquellos que sienten que ya no tienen nada que perder.
Porque ser madre es redescubrir que podrías destruir el imperio de cualquiera que dañe a tu hijo, que, si hace falta, tu cuerpo también puede ser una bomba dispuesta a estallar contra cualquiera que desee quitarte el sentido de tu vida. Por mucho que lo he querido negar, Putin y la maternidad me han dejado claro que la única forma de entender la rabia de la guerra es a través de la fuerza del amor.
Intento pensar que no creo en la venganza, porque más que una redención para uno mismo, significa un compromiso con alguien que ya no merece nada. Pero al que lo ha perdido todo, qué le queda a ese, salvo el enemigo. No hay mayor peligro que el dolor del que hemos sido arquitectos, pues nos persigue como un hijo a su creador.
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