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Es la amistad lo que hoy congrega a cientos de miles de personas en el Rocío. Amistad con Dios –“vosotros sois mis amigos”– y con su Madre, que nos dio como nuestra, queridos como personas reconocibles y familiares. Amistad entre quienes allí se reúnen compartiendo penas y alegrías, recuerdos y esperanzas, con la devoción a la Virgen como la roca firme sobre la que han construido sus vidas sin que ni la lluvia de la tristeza por las ausencias, ni el desbordarse de los ríos de la vida, ni los vientos de enfermedades e infortunios las hundan, porque están cimentadas sobre roca.
En el capítulo de los Hechos, dedicado a Pentecostés, se escribe que los creyentes vivían unidos, tenían todo en común según la necesidad de cada uno y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Y algo más que alimentos, porque cuando les acusaron de estar borrachos –“¡están llenos de mosto!”– al oírlos hablar en todas las lenguas las maravillas de Dios, San Pedro les dijo: “Que os quede bien claro: no están borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día”. Curiosa defensa, dado que la hora tercia eran las 9:00, con lo que el bueno de San Pedro parece no descartar que a otras horas más razonables se dieran una alegría. Y es sabido que el primer milagro de Jesús, solicitado por la Virgen, fue convertir el agua en vino. Y no peleón, como reconoce el maestresala –“has reservado el vino bueno”– ni en poca cantidad, pues “había allí seis hidrias de piedra cada una de las cuales podía contener de dos a tres metretas”, y una metreta equivale a 38 litros.
No escuchéis lo que quienes lo malviven cuentan y los puritanos critican. Hay causa –como dice la letanía– para nuestra alegría. Cientos de miles de personas se concentran en el Rocío, como tantos a quienes tanto quiero hacen cada año en la casa de Almonte 18, por amistad entre ellos y amistad con Dios y su Madre bajo la advocación de Rocío, sabia mirada baja que todo lo comprende y sonrisa de quien sabe que por el gran poder de su hijo todo acaba siempre bien. Así debió sonreír en Nazaret cuando la visitó el ángel, en Belén al tener a su Hijo entre sus brazos, en Caná al ver como la obedecía aunque aún no hubiera llegado su hora, al verlo resucitado, en el cenáculo de Pentecostés y en Éfeso, ya anciana, aguardando con dulzura el fin tras el que sabía que su Hijo la esperaba, mientras San Juan escribía.
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