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Gaditano es el que cuando se levanta, abre la única ventana que da al mar”. Así, de esa forma tan costumbrista, el celebérrimo y recordado autor de comparsas Juan Carlos Aragón definía ese espíritu que embriaga al personal en el sur, sobre todo, cuando se acerca la temporada de la bajamar mientras el óvalo rosado muere en la última frontera visible del mar. Para el observador sería como admirar un bodegón de rutinas andaluzas, un costumbrismo narrado desde la memoria de la ciudad, un ADN impregnado de arena y salitre. Incluido en el de un servidor, alguien que manifiestamente ha confesado ser “de secano” si tomamos cómo standard o referencia la cantidad de veces que prueba el agua salada cualquiera de sus paisanos.
Pues aún así, conforme la luz de los días se estira en el calendario, uno siente esa necesidad, esa llamada de la brisa de la mañana con el perfume de las olas. Incluso, y esto si es nostalgia en su máxima expresión, de ese escalofrío que te recorre la columna vertebral cuando la frescura del poniente pasa una determinada frontera anatómica. ¡Con lo desagradable que es!
Sí en la Edad Antigua “todos los caminos conducían a Roma”; en La Línea, todos los caminos conducen al mar, es más te diría que no solo todos los caminos, sino, todas las etapas de la vida conducen al mar. La ciudad se levanta y ya tiene escrito su guion, su parrilla de horarios definida, para que sus diferentes personajes copen las líneas y cumplan con su rol. Nos sentamos a observar cómo, a medida que avanza el mes, el costumbrismo sureño pasa de latente a patente y va abriendo senderos en las agendas de mi gente. Las mañanas, el desierto de arena deja de serlo cuando aparecen aquellos del primer baño del día, los de las sillas de tiro alto que ya uno no esta para agacharse tanto, los de refrescarse después de su paseo matutino o un poco de crucigramas antes de recoger a los nietos de la escuela.
Cuando las agujas del reloj marquen la mitad del día, aparecerán las mochilas apiladas de los que ya hablan en pretérito de los exámenes, algunos de los cuales han sublimado el arte de la programación y llevan en los zurrones un “africanito del Francis” a sabiendas que la cosa se alargará, o los salientes de alguna guardia que buscan a la par, aprovechar el tiempo y la relajación mental, después de una noche ajetreada. Luego llegará la tarde y con ella se abrirá la veda del horario familiar, de la sombrilla, la nevera y la merienda salpicando el arenoso lienzo dorado con toques de madurez incipiente, reflejos de paseos por la orilla agarrados de la mano y algún que otro “churretón” en forma de balonazo, y que así sea siempre.
Si Juan Carlos, q.e.p.d. , decía que el gaditano cuando se levanta abre la única ventana que da al mar, La Línea no es una ventana indiscreta como la de Alfred Hitchcock por la que mirar a hurtadillas el inmenso azul, sino un kilométrico balcón abierto al que se acaba volviendo, un trampolín desde el que saltar cuando se quiere refrescar el cuerpo y/o la mente.
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