El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Superioridad femenina
No conozco a nadie que se reconozca racista o xenófobo. A lo más, dicen que no tienen nada contra negros o moros pero que no los quieren en su vecindario. A este fenómeno se le llama acertadamente SPAN, por las siglas de Sí, Pero Aquí No (en inglés, es NIMBY: Not In My Back Yard). Me fascina esa capacidad de los que se autodeclaran ciudadanos ejemplares, libres de prejuicios étnicos o religiosos, a la vez que estallan contra eso que llaman “inclusión forzada” o “invasión en toda regla”. Y más fascinante aún es que, precisamente los que más rechazo expresan ante a la proximidad de otras etnias o culturas, justifiquen su ridícula posición apelando a los más nobles ideales de patria y tradición.
Racismo y xenofobia son las dos caras de una misma antigua moneda: el odio al pobre, la aporofobia, que es una conducta permanente de rechazo hacia los que menos tienen, no solo ante migrantes procedentes de regiones deprimidas. Son aporófobos también los que, cuando llegan al bar donde han quedado con la pandilla y descubren la presencia en el grupo de alguien nuevo de un “estrato social diferente”, preguntan en voz baja al de al lado: “¿Y ese qué hace aquí? ¿Quién lo ha traído?”.
Agradezco ser testigo de estas desagradables situaciones, porque me sirven para hacer autoexamen. Así he llegado a la conclusión de que los sentimientos xenófobos parten de la ridícula sobrevaloración de uno mismo. Despreciar a otros por su poder adquisitivo o, peor aún, por el poder adquisitivo que aparentan parece solo una estrategia emocional de acomplejados pero, por desgracia, es algo peor: es un prejuicio mezquino que hunde sus raíces en el nacionalismo y la supremacía más vulgar.
En sociedades tan materialistas y mercantilizadas como la nuestra, casi todas las relaciones sociales se establecen ofreciendo y recibiendo (do ut des), dando para recibir; por tanto, esos que no tienen nada material que ofrecer o intercambiar, sobran en la escena. Tan aporófobo es despreciar al que no tiene como admirar al que tiene mucho.
Atónito asisto estos días a las quejas masivas de los que opinan que la nueva sirenita de Disney no debía haber sido jamás encarnada por una actriz negra. Dicen que no tienen nada contra los negros (¿SPAN?), pero que poner a una Ariel negra en sus pantallas es inclusión forzada. Mientras algunos tenemos la suerte de ver en Halle Bailey solo a una guapa, joven y talentosa actriz de piel oscura, millones de espectadores (anglosajones en su mayoría), por desgracia, han visto a una mujer negra usurpando el papel de una princesa marina de cuento que (¡estaría bueno!) debía ser blanca.
Lo bueno de estas polémicas es que sirven para delatar a los racistas. Se les detecta a leguas: sus comentarios siempre empiezan por “Yo no soy racista pero…” o “No tengo nada contra los negros pero...”.
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