
Brindis al sol
Alberto González Troyano
Pensar en Europa
Había un ritual en los viejos videoclubs de Algeciras que ahora parece pertenecer a otra vida, a un pasado que se deshace como las cintas magnéticas de las VHS cuando se pasaban de tanto usarlas. El simple gesto de entrar en uno de esos locales, con sus estanterías repletas de títulos ordenados por géneros, era como abrir la puerta a una dimensión paralela donde el olor del plástico de las carátulas impregnaba el aire con una promesa: por unas horas, cualquier película podía ser tuya.
El videoclub era más que un negocio; era un punto de encuentro, un nodo en la red social analógica de las barriadas. Allí se discutía acaloradamente, se compartían recomendaciones improvisadas y, en ciertas zonas apartadas del local, se descubrían con una mezcla de morbo y vergüenza títulos que pasaban por educación sexual precaria para los adolescentes curiosos.
En mi caso, todo empezó en un videoclub de la calle Pablo Mayayo. Lo regentaba Emilio García Romero, un cirujano del hospital Punta Europa que, en un acto de misteriosa genialidad o locura, decidió compaginar su bisturí con un mostrador lleno de películas. De su colección, descubrí algunas de las cintas que marcarían mi infancia. Cuando cerró, no sólo clausuró un negocio; clausuró una etapa de mi vida. Pero Emilio, generoso en su despedida, me regaló varias de mis películas favoritas, que aún conservo como reliquias.
Luego llegó el videoclub Acción, un nombre que evocaba movimiento y que, en efecto, siempre parecía estar lleno de vida. Mario y su equipo lograron lo imposible: alquilar una película por 100 pesetas al día, democratizando el acceso a un universo entero. Desde detrás del mostrador, casi siempre estaban viendo en bucle capítulos de Friends.
Recuerdo una noche de Navidad, con la ciudad vacía y azotada por el viento, cuando pasé por Agentes Comerciales y vi que el videoclub Acción era la única luz encendida en la calle. Mario estaba allí, fiel a su cometido, intentando hacer espacio para las últimas novedades. Ese día alquilé La carreta fantasma, una joya del cine mudo que devolví rebobinada, por supuesto. Porque en los videoclubs había normas no escritas: devolver la película a tiempo y rebobinarla eran más que reglas; eran gestos de cortesía, casi rituales.
En los 90 y principios de los 2000, otros videoclubs intentaron hacerse un hueco en la ciudad. Recuerdo uno en la calle Castelar y otro cerca de Villa Palma que parecía futurista por su máquina expendedora de películas. Aquel aparato devoraba monedas y escupía VHS o los modernos DVD.
Todo eso desapareció con la llegada de la piratería y las plataformas de streaming. Hoy, cuando paso por aquellas calles, me asalta la nostalgia como si alguien hubiese olvidado rebobinar mis propios recuerdos.
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