Bastiones en el Estrecho

Desde los primeros balbuceos del ser humano, el canal que separa el extremo sur de Europa del norte de África ha sido un territorio de contactos, de relaciones; pero como en todo territorio de paso, desde época protohistórica se han producido reiterados intentos para controlar esta circulación. Su rica toponimia diacrónica ha estado relacionada con esta cuestión. El primer nombre del que se tiene constancia tuvo este carácter de control. Cuando fue nominado como umbral o puertas de Él, se le dio a la primigenia divinidad mesopotámica el valor de custodia de un canal que desde entonces no ha perdido interés geoestratégico.

Con los siglos, cambió este nombre por el de puertas de Briareo, hijo de Urano y hecatónquiro legendario, preclaro integrante de la cosmogonía pre-olímpica griega. Tuvieron que pasar más siglos para que se asociara con el fenicio Melkart y más tarde con su emparentado Herakles. Fue el romanizado Hércules el que erigió los primeros fustes en un fretum que acabó bautizándose con su nombre. Cuando se desplazó a estos apartados pagos de Occidente para robar el ganado retinto de Gerión, el hijo de Zeus y Alcmena se atrevió a separar los continentes y además levantó dos columnas. Para algunos estas se asocian con estelas; para otros con bastiones donde concluía un Mare Nostrum y se iniciaba un océano inmenso y vedado pero que tuvo siempre el atractivo que le otorgaban las prohibiciones. En época histórica, los escasos kilómetros de mar sirvieron para que los cruzaran ejércitos y comerciantes, afamados caudillos y anónimos viajeros, velas blancas y negras, barcos con ánforas y munición. A lo largo del siglo XVI, los monarcas españoles perseveraron en la fortificación de sus costas; este empeño dio como frutos imponentes torres vigías como las de Guadalmesí, la de la Isla de Tarifa, la de Punta Carnero o la del Fraile. Solo una se mantiene airosa; otra, oculta; otra, intencionadamente derribada y otra apenas conserva en pie algunos muros frente a la desidia y el abandono.

A principios de los años cuarenta del siglo pasado, siguiendo las directrices de un ciclópeo proyecto de artillado e iluminación del Estrecho, se erigieron numerosas baterías de costa a las que se accedía por carreteras construidas por batallones de castigo. Algunos tramos se camuflaron por miméticas pantallas y llevaban hasta enclaves como punta Acebuche, el Tambor, Cascabel o Vigía, donde aún hoy se alzan restos abandonados y degradados de una arquitectura militar donde conviven subterráneas torres artilleras de hundidos acorazados con apocalípticas plataformas de iluminación. Disimulados trampantojos, subterráneos búnkeres, interminables pasillos, soterradas galerías, cúpulas, centros de comunicación, apenas sobreviven con mimetizadas garitas desde donde puede apreciarse la grandeza de un paisaje de contactos y relaciones, pero también un territorio de vigilancia y control, cuyos bastiones permanecen cubiertos de olvido, sin que haya intención de ponerlos en valor.

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