
Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De lección
Quienes ya pasamos con holgura de la cincuentena no podemos evitar el sentirnos extraños en un mundo que no se parece en nada a aquel con el que, hasta hace poco, estábamos familiarizados. Los acelerados cambios sociales nos han dejado, por así decirlo, “en fuera de juego” y no podemos evitar que nuestros hijos (e incluso nietos) nos dirijan a menudo una mirada conmiserativa considerándonos poco menos que “discapacitados tecnológicos” sin remedio.
Sin embargo, hay otro cambio social que a los mayores nos deja aún más desubicados que los vertiginosos avances técnicos que han revolucionado el mundo. Me estoy refiriendo a la casi absoluta desaparición de los modales, esto es, la urbanidad, la compostura y la cortesía; en definitiva, la pérdida de las buenas maneras y la buena educación de las gentes, al fin y al cabo, el parámetro más fiel para medir cuán alejada del salvajismo está una sociedad.
Una parte fundamental de la educación que recibimos consistía en enseñarnos la correcta manera de comportarnos en sociedad. Ya fuesen los padres, los maestros e incluso los curas, todos insistían en inculcarnos (por las buenas o por las malas) un conjunto de normas indispensables para poder transitar por la vida a salvo de que alguien pudiese decir de nosotros “ese niño es un maleducado” o, peor todavía, un mal criado.
En una época en la que solo sabíamos de la existencia de los cuartos de baño por las películas, nuestras madres se esmeraban para que pusiéramos atención a nuestra higiene personal y aunque el único baño que tomábamos era semanal (en una tina de zinc y todos los hermanos en el mismo agua) nos despellejaban las orejas a fuerza de frotarlas, sometían nuestras cabezas a despiadadas inspecciones en busca de piojos (o de sus precursoras, las liendres) y aunque nuestro fondo de armario era más bien exiguo, siempre nos reservaban las mejores prendas para ocasiones especiales: la feria, ir de visita o acudir al médico (en ese caso era obligatorio además llevar muda limpia).
En público debíamos estar quietecitos, callados, sin poder coger nada de la mesa a no ser que nos diesen permiso, corteses y respetuosos con los mayores (a los que siempre tratábamos de usted) y con mucho cuidado de no dar la nota en la calle correteando, molestando a los demás transeúntes o jugando a la pelota.
Aquella instrucción que recibimos se grabó en nuestro “disco duro” y, hoy, la mayoría de aquellos niños sigue observando en su vida cotidiana unas normas que se basan en el respeto a los demás y en la preferencia de los usos civilizados sobre los salvajes. Como Cicerón, seguimos creyendo que nada resulta más atractivo en un hombre que su cortesía, su paciencia y su tolerancia.
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