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El sabor de los Tosantos llega al colegio con una mezcla de tradición y burocracia. Mi hija, que tiene cuatro años, está emocionada: en su escuela preparan una pequeña fiesta para celebrar estos días tan de aquí que se han salvado del mal gusto de Halloween y sus disfraces de supermercado. Los Tosantos son una excusa perfecta para introducir en clase los sabores del otoño. Habrá frutos secos y castañas asadas, esas que huelen a hogar en cuanto el castañero enciende su puesto y el viento parece traer un calor ancestral de chimenea a las calles de Algeciras.
La figura del castañero, además, tiene algo de misterio. Ese hombre que sale del invierno y, tan pronto asoma la primavera, recoge su puesto y desaparece. Mi hija tiene claro que le preguntará a qué se dedica en verano, si acaso existe otra vida más allá de las castañas y el humo en la ciudad, como si fuera una especie de ser encantado que se esfuma en cuanto florecen los almendros.
Lo interesante de esta actividad escolar, donde se celebra algo tan propio, se diluye un poco en el proceso. Antes de que llegue el día, he tenido que firmar tres autorizaciones en la aplicación de la Junta de Andalucía, como si en lugar de un castañero estuviésemos organizando la llegada de un astronauta en pleno recreo. La primera autorización me pide un euro —solo para aquellos padres que no seamos socios del AMPA— por una "degustación de castañas". La segunda autoriza la "entrega de una bolsita de frutos secos para llevar a casa con motivo de Tosantos". La tercera es un prodigio lingüístico: "degustación de frutos carnosos (uvas sin pepitas y mandarinas) aportados por el AMPA y gusanitos sin trazas de frutos secos". Solo una pausa: ¿alguien puede explicar si los gusanitos son considerados frutos carnosos? ¿O será un código interno de nutrición de colegio que no alcanzamos a comprender?
Este despliegue tiene su paralelo en el grupo de Whatsapp de padres. Esa mezcla de voces y mensajes de texto que a ratos parece un hilo de Kafka, de esos que empiezan hablando de una fiesta de castañas y terminan en algún rincón insospechado de la hipocondría.
A veces, entre estos comentarios, se intercalan notas de otra índole: alguien que vende papeletas del AMPA, una pregunta sobre si los no socios hemos pagado para la foto de Navidad y una circular en la que se informa de una reciente plaga de piojos. Así vamos, en la deriva de los mensajes, entre advertencias de frutos secos y apelaciones a la serenidad, asistiendo a una especie de teatro de lo cotidiano, a una tragicomedia escolar que se apoya en tradiciones de otoño y normativas digitales.
Pienso en todo esto mientras firmo la última autorización. Recuerdo los Tosantos de mi niñez, cuando las calles se llenaban de puestos con caña de azúcar y chirimoyas, sin ningún permiso que firmar. El castañero nos daba su cartucho de papel de periódico caliente, y el frío parecía menos frío, y las castañas, en vez de un trámite, eran pura magia.
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