
Envío
Rafael Sánchez Saus
Lecturas de días contritos
A mediados del XVIII, el último tramo del río de la Miel era un hervidero. Emprendedores, burgueses, almirantes de mares y océanos, corsarios, marineros, buscavidas y paseantes rondaban por la orilla norte de la ría, entre la desembocadura y el puente de piedra, cuyo arco limitaba con altos mástiles que oscilaban al compás de las mareas sin dar sombra a la multitud que transitaba entre aduanas, despachos, tabernas y covachas.
Al pie del puente, en el recodo que se abría a la Alameda Vieja, se guarecía un discreto edificio religioso de perfil bajo y estirados ensanches. Su fachada principal, con barroca espadaña adosada al imafronte, se abría al primer paseo de la ciudad recién nacida, un paseo flanqueado al este por restos de la antigua muralla medieval y que discurría entre huertas hasta la portada más ostentosa de San Antón. En la recatada capilla junto al puente se rendía veneración a un crucificado que, con la advocación de la Piedad, despertó especial veneración entre el vecindario y las gentes de la mar que tan a mano lo tenían. La toponimia histórica confirma el hecho: la vecina calle del Cristo, que comunica la calle Alameda con la del Ángel es el único vestigio de esta imagen que formaba parte de un calvario y dio nombre a la capilla. Hasta ella llegaron emprendedores, burgueses, almirantes de mares y océanos, corsarios, marineros, buscavidas y paseantes en busca de consuelo, rezos, ritos y promesas. Hasta ella llegó Antonio Barceló, teniente general de la Real Armada Española, que participó con baterías flotantes por él diseñadas en el Gran Asedio de Gibraltar de 1779 y donó a la capilla abundante plata votiva que el tiempo y los desmanes humanos hicieron desaparecer, al igual que el antiguo Cristo y casi hasta el mismo edificio, convertido durante décadas en taller.
Tras un primer intento de musealización, el inmueble acaba de abrir sus puertas para albergar parte de la colección Viñas de Roa. En sus muros recién pintados lucen grabados, litografías, estampas en papel, reproducciones, originales, mapas, recuadros, cartas náuticas, fotografías y dibujos en color y blanco y negro de los siglos XVIII, XIX y XX donde se representan ruinas, pueblos, bahías, estrechos, baterías, vistas, peñones, asedios, montañas, costas, villas renacidas, fortines hormigonados, torres vigías, istmos, batallas y todo un paisaje real e imaginario de un entorno que reconocemos y en el que nos reconocemos. Todo empieza y termina con la imagen de la capilla que en un conocido grabado decimonónico se nombra ermita en un guiño metapoético de continente y contenidos.
Es un logro la recuperación del edificio, que debería servir de acicate para recobrar la antigua Alameda y el antiguo cauce del río, que tanto significaron para una ciudad recién nacida que ahora, en plena madurez, ha sepultado bajo losas y macetones de olvido.
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