Andar y contar
Alejandro Tobalina
Rutina
Madrid está plagada de ellas y son inconfundibles. Emergen en cualquier esquina de los edificios que visten los barrios históricos de la capital. Son plaquitas que recuerdan un hecho extraordinario protagonizado por algún ilustrísimo, el mayor de ellos haber vivido. Habité durante años cerca del “Aquí vivió y murió Benito Pérez Galdós” y “Aquí vivió Pablo Neruda”. Aún hoy me impresiona el poder de sugestión de un trozo de metal.
Cuando fui a París obligué a Olimpia a parar en el Café Procope, el más antiguo de la ciudad. Allí acudían Voltaire, Rousseau, Diderot, Victor Hugo, Verlaine o Balzac a tomarse unos cacharros y a charlar con los suyos de lo que sea que charlen los genios. Entramos, y justo cuando comenzaba a poseerme el espíritu de la nostalgia por lo no vivido se nos acercó el maitre, un gilipollas educado por la madre París. Que si teníamos reserva. No, señor. Pues au revoir. Solo quiero ver las plaquitas, por favor, monsieur. Que si tenéis reserva. No, pero son cinco min... Adieu. Francia no es París, pero me fui de allí invocando al Empecinado y a Agustina de Aragón.
Hay lugares sagrados que no necesitan de apariciones en libros litúrgicos. Quienes los frecuentaron lo hicieron sin pretensiones: solo tuvieron que convertirse en los más grandes para que otros erigiesen rincones de peregrinaje con los que mentirnos más o menos. Los ilustrísimos hoy son otros, y si están es para demostrarnos que han estado. Han hecho un pacto pérfido con el sector servicios para jodernos las comidas, las vacaciones y hasta los partos. Hay una inflación que escapa a la omnisciencia de las grandes instituciones: la que provocan los influencers en los restaurantes, hoteles y hospitales.
Las plaquitas conmemorativas han sido sustituidas por fotografías fijadas en Instagram y hoy rezan: “Gracias por comer en nuestro restaurante, Dulceida”, “¡Encantadas de tenerte en nuestro hotel, @lauraescanes!”, “Te agradecemos que hayas confiado en nuestro equipo para traer al mundo a tu pequeña, @mpombor”. Comparten la imagen y actualizan precios. El solomillo, 25 euros más; la suite, tres sueldos de periodistas la noche; parir y tener el bebé más comestible del mundo, 500.000 rublos. La princesa Leonor no lo buscó, pero revalorizó un restaurante en Cudillero que si le echase cara y le pusiese guasa podría poner una placa en la que se dijera: “Aquí cagó la futura reina de España”.
Un amigo mío se casa. El otro día quedé con él y apareció pálido. Acababa de volver de una tienda de invitaciones para la boda. A su futura mujer le encantaron, estaba decidido, era esa. Estaba a la espera de que le pasasen presupuesto. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Nos han enseñado dos ejemplos de invitaciones de dos influencers a las que se las están diseñando”. Au revoir. Adieu.
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