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Es más que probable que tanto los damnificados por las perturbaciones de la vida cotidiana que supone la parafernalia callejera de la Semana Santa, como aquellos otros (más evidentes) que disfrutan con esta celebración folclórico-religiosa, ignoren que la causa de tanta pompa y boato para rememorar la muerte y resurrección de Jesucristo hay que buscarla en el Concilio de Trento, un concilio ecuménico de la Iglesia Católica que se desarrolló a lo largo de 18 años en la mitad del siglo XVI presidido hasta por tres Papas: Pablo III, Julio III y Pío IV.
El concilio fue la respuesta de las autoridades eclesiásticas a la Reforma protestante que, promovida por el teólogo agustino Martín Lutero, había provocado una escisión en la Iglesia. El concilio se ocupó de que se reafirmaran todas las normas y creencias que rechazaban los protestantes: la presencia real de Cristo en la Eucaristía; la salvación por las obras y no solo por la fe (Lutero) o la predestinación (Calvino); la conservación de los siete sacramentos, las indulgencias y la veneración de la Virgen María y los santos y todo ello bajo el amparo de la jerarquía eclesiástica (con el Papa a la cabeza) como mediadora necesaria entre los fieles y Dios. Con todo, lo que más en contradicción entraba con la doctrina católica era la Sola scriptura (solo por las Escrituras).
Los reformistas creen que los fieles deben relacionarse con Dios a través de la lectura de Biblia. No se necesita la “infraestructura” de la Iglesia (sacerdotes, frailes, obispos, papas) para entender la palabra de Dios. Para los protestantes el estudio y la interpretación individual de los textos bíblicos era el único principio de la fe y de la observación de tal precepto, además de alfabetizar a una población hasta entonces mayoritariamente iletrada, “se mandaba al paro” –por inútil– al inmenso colectivo de los clérigos (solo superado entonces en número por el de los militares). La respuesta de la Iglesia Católica a la Reforma de Lutero fue la Contrarreforma y una de sus manifestaciones más visibles fue la Semana Santa con sus procesiones y actividades basadas en la tradición. La jerarquía católica puso su énfasis en engatusar al pueblo llano e ignorante apelando a sus emociones a través de la imaginería en madera del Barroco ornada con toda clase de abalorios, joyas preciosas, telas bordadas en oro y primorosos aderezos florales. Todo ello con las expresiones de dolor, lágrimas y sangre de penitentes y devotos que acentúan con su dramatismo el arrebatado escorzo de las figuras. Paradójicamente, tan exuberante imaginería es una forma de difundir la idolatría, algo condenado de manera categórica en la propia Biblia. Ya lo dijo Lutero: “Un simple laico armado con las Escrituras debe ser creído por encima del más poderoso de los Papas sin ellas”.
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