Crónica personal
Un cura en la corte de Sánchez
Cuarto de muestras
Crecí imbuida en el cosmopolitismo, en una suerte de hospitalidad universal de la vieja Europa sin otra resistencia que la de la ignorancia. En el convencimiento de que las grandes ciudades, con Londres a la cabeza, compartían una variada población en las que, lejos de espantar a nadie, se enriquecían con un carácter superior, basado en la moral común occidental cargada de excelsos valores.
Después vinieron la aldea global, la facilidad de moverse por muy poco dinero, los autobuses con alas, los cruceros, la casi obligación de viajar. El fenómeno paralelo de los incontenibles procesos migratorios con sus mafias, sus tristes rutas arribando a las costas su desamparo, su mortal travesía, su rastro de cadáveres, su huida de países donde la vida vale aún menos que en el hambriento Atlántico. Como torpe reacción, el euroescepticismo, la turismofobia y la turistificación, los anti-inmigrantes, los populismos, las acusaciones de racismo y xenofobia. La incapacidad de plantear una respuesta honrada. La impotencia política de asumir la realidad, limitándose a disimular medidas proteccionistas o bien negando el problema y vendiendo que la llegada de miles de personas, bien para consumir en el caso de los turistas, bien para sobrevivir en el caso de los migrantes, es perfectamente asumible y hasta deseable sin necesidad de planificación alguna. Este nuevo escenario está debilitando gravemente nuestra común moral europea, eso que fuimos y nos hacía mejores.
Y es que no se puede decir una cosa en los discursos y hacer la contraria o no hacer nada. No se puede llamar xenófoba ni racista a una isla que recibe atónita miles de inmigrantes porque el problema no es ni el color ni la raza sino la cantidad y la falta de respuesta, compromiso y responsabilidad política. Tampoco se puede llamar turismofobia a que otra isla como Menorca reciba con temor a miles de visitantes a diario porque no es cuestión de egoísmo ni de querer matar a la gallina de los huevos de oro sino, todo lo contrario, de conservar el patrimonio y hacer posible que el visitante disfrute.
Nuestra Guardia Civil y la población han sabido acoger de manera improvisada a los migrantes. Hemos sido espontáneos, hospitalarios y agradecidos con los turistas también. Presumimos de nuestra tierra, de carácter y valores humanos. Lo de ahora es otra cosa porque tenemos que salvar a las ciudades del consumismo barato y conservar nuestra alma europea, no ser insensibles ni tampoco ciegos ante la migración masiva. ¿Sabremos hacerlo?
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