Envío
Rafael Sánchez Saus
¿Réquiem por Muface?
El Ministerio de Transportes ha decidido amputar el puente de Los Pastores como quien extirpa una muela vieja. Crujidos de excavadoras, chirridos metálicos y polvo suspendido en el aire han tomado el lugar. La escena tiene algo de quirúrgica, pero también de arqueológica: una autopsia urbana que nos obliga a contemplar cómo las ciudades construyen y destruyen sus propios esqueletos.
Mientras tanto, los coches han encontrado refugio en la rotonda hacia El Saladillo y Sotorrebolo. Allí giran como planetas atrapados en una órbita caótica, generando colas que serpentean hasta desdibujarse en el horizonte.
Cuando terminen las obras, nos prometen una glorieta majestuosa, un nudo vial que agilizará los flujos de tráfico y reconciliará a Algeciras con su Puerto. Pero entre esa utopía de asfalto y el presente se extiende un abismo temporal hecho de atascos, bocinazos y madrugones estratégicos para evitar el colapso. En esta transición, la ciudad parece enfrentarse a su propio nudo gordiano, solo que aquí no basta con un tajo limpio: hacen falta túneles, pasarelas y espacios de tránsito seguros para los vecinos del Saladilo, Los Pastores y La Juliana.
La metáfora del puente, que une, y del muro, que separa, parece inevitable en este contexto. Ciudades como Madrid saben bien que el desarrollo mal pensado puede dejar cicatrices difíciles de sanar. El famoso scalextric de la M-30, que separó a Vallecas del resto de la capital, no solo es una barrera física, sino también psicológica. Esa muralla invisible sigue recordando a los ciudadanos que, para la planificación urbana de su época, su barrio era solo una nota al margen.
El desafío en Algeciras es no repetir esa historia. La nueva infraestructura debe ser más que funcional; debe ser humana. No basta con hacer pasar los coches: hay que pensar en los peatones que cruzan, en las bicicletas que esquivan el tráfico, en los niños que van al colegio y en los mayores que pasean sin prisa.
Y aquí radica el dilema: cada proyecto de esta envergadura es, en el fondo, un espejo que nos devuelve la imagen de nuestras prioridades. Si construimos una infraestructura que divida, habremos elegido el camino de la precipitación sobre el de la cohesión. Pero si, en cambio, tejemos un entramado que una a Los Pastores con El Saladillo y La Juliana, que acerque en lugar de aislar, habremos hecho algo más que una carretera.
Por ahora, solo nos queda resignarnos al atasco y soñar con esa futura glorieta de dos alturas, con sus curvas pulidas y su promesa de fluidez. Porque las grandes obras, igual que las buenas historias, no se escriben solo con planos, sino pensando en quienes las habitarán.
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