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David Fernández
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Monticello
El día de Todos los Santos de 1755, como es sabido, la ciudad de Lisboa fue devastada por un terremoto al que siguieron, horas después, un maremoto y sucesivos incendios. Sobre aquella ruina, Sebastião de Melo, Marqués de Pombal, al ser preguntado por qué había que hacer, dejó una simple respuesta que forma parte de la historia íntima del pueblo portugués: cuidar a los vivos, enterrar a los muertos. La deslumbrante ciudad de Lisboa que ahora conocemos tardó más de 50 años en levantarse y fue pensada para que no hubiera terremoto capaz de volverla a echar abajo. El Marqués de Pombal, un arquetipo del déspota ilustrado, no estaba sometido, desde luego, al complejo escrutinio comunicativo que es propio de las sociedades democráticas en la era digital. En todo caso, cuidar a los vivos, enterrar a los muertos, parecen hoy las únicas palabras que podían ser dichas en aquel momento imposible. Era lo que había que comunicar.
No es posible, ni deseable, tener ahora una conversación pública sobre las últimas responsabilidades personales y políticas por la gestión de la brutal tragedia que están padeciendo muchos pueblos valencianos. El momento de exigir estas responsabilidades, y de evaluar en profundidad las disfuncionalidades de nuestro Estado autonómico, vendrá, inexorablemente, cuando se haya enterrado a los muertos y cuidado de los vivos. La sensación de inseguridad y la falta de credibilidad en nuestras estructuras de gobierno que ha provocado la respuesta a esta tragedia es algo que no va a olvidarse. No obstante, antes de que hagamos balance sobre qué ha fallado en nuestra institucionalidad, creo que ya podemos certificar un déficit que no tiene que ver con esa estructura jurídica o institucional sino con la clase política que nos rige. Y se trata, precisamente, de un déficit en la capacidad primaria para comunicar. Ante una crisis de estas características es absolutamente necesario que las autoridades responsables sepan advertir, sepan explicar y sepan ofrecer seguridad con la palabra. La negligencia comunicativa, en el fondo y en la forma, que desde el primer día hemos podido observar, no es sólo una negligencia en la gestión, sino también una pavorosa señal de cuál es el grado de incomprensión que una clase política educada en la ficción demoscópica, el cálculo partidista y la simulación puede tener de los sentimientos y necesidades más elementales de sus ciudadanos. Esta quiebra de la veracidad en la comunicación de los gobernantes con los gobernados es igualmente, no lo olvidemos, el caldo de cultivo para que tome la palabra la versión más cruda de la antipolítica.
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