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Detrás de muchos derribos está la mano del fracaso: del fracaso que supone una modernidad mal entendida, del fracaso de aprender muy poco del pasado o del fracaso provocado por obras mal hechas. Hay veces en que las consecuencias de acciones desacertadas concluyen con derribos por decreto: entendibles, legítimos, pero que en el fondo, tienen poco de regeneradores.
En Algeciras deberíamos estar habituados a los derribos. Durante décadas, el casco histórico se vio despojado de venerables construcciones decimonónicas que fueron sustituidas por “soberbios edificios de varias plantas”, como de forma altisonante referían titulares en décadas lejanas en las que el patrimonio era solo económico y la conservación solo una industria. Los escasos inmuebles que se salvaron de la piqueta fueron despojados de nobles elementos que poblaban sus fachadas. Se perdieron cierros de forja, jambas, dinteles, ménsulas, cornisas. Azulejos, losas, hierros y tejas se arrancaron sin consideración alguna para ser sustituidos por materiales sintéticos y aluminios industriales; los respetables portones por porteros automáticos, los adoquines de granito por piezas prefabricadas.
Dos han sido los grandes derribos que han marcado la memoria de los ciudadanos: el de la Perseverancia: herida que tardó en sanar y el de la Escalinata: herida que aún supura. Esta última se erigió a mediados del siglo pasado para poner en comunicación la plaza Alta con un paseo que entonces era, con toda razón, Marítimo. A través de rampas, peldaños y contrahuellas llegaba el olor a yodo, a algas y a cajas de pescado fresco hasta la espadaña de la Capilla y la altiva torre de la Palma. Las armoniosas viviendas del testero oriental de la plaza barruntaban la cercanía del mar y las honestas sirenas, pero se decidió alejar la costa y romper con la armonía. Las pendientes de cantos, los escalones de arenisca y los taludes de ladrillo fueron rodeados por soberbios edificios, tan soberbios como la ambición humana. Dificultaron la llegada del yodo, ocultaron espadañas, menguaron la altivez de la torre, que tuvo que mirar de soslayo a una mar cada vez más distante.
La embutida Escalinata tenía los días contados: se dejaron perder sus jardines, quedó abandonada a su suerte y se contempló su derribo como la mejor de las praxis quirúrgicas; sin embargo, la operación no salió muy bien para la ciudadanía. Fue sustituida por una estructura de hormigón que ahora está siendo demolida por legales imperativos. Una potente máquina derriba la forja y corta la cizalla. Escombros de incuria y amasijos de hierro se muestran sin pudor a la vista de todos. Han caído carteles, paredes de cristal, ilícitas fachadas. Somos testigos de una demolición avalada por sentencias judiciales. Lo que sustituyó a la Escalinata se está convirtiendo en una encajonada mella, en un nuevo derribo que, como tantos más, es la constatación de otro fracaso que al final tenemos que pagar.
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