Dolor y penas (I)

22 de agosto 2024 - 03:05

No deseamos ni imaginar el dolor de una familia que ha sufrido el asesinato absurdo de su hijo en circunstancias brutales. Pero sí podemos saber con consciencia que no sólo ha muerto el niño, sino que han muerto en vida su madre, su padre, sus familiares, amigos, etc. Y esos también son asesinatos.

El problema del delito no es el Código Penal (profuso y amplísimo), ni las penas (tenemos hasta perpetua disimulada), ni tampoco el hecho de que el delito genera daño y un juicio basado en datos tasables es mejor, para poder condenar y exigir compensaciones. Hay una dimensión del delito que tiene que ver con la transformación forzada, ineludible, que supone para las vidas de quienes lo sufren o sus entornos más inmediatos. El delito, da igual cuál, lacera la convivencia democrática, rompe la salud y la posibilidad de felicidad a la ciudadanía que lo padece o lo teme, y por tanto el delincuente (da igual la monta) es un peligro para la base de la democracia.

No hay delito menor; el delincuente debe tener un miedo justificado a que el Estado vaya contra él si comete el acto. Si se trata de arresponsabilidad, por trastorno o lo que sea, la subsidiariedad del Estado ha de ser ejemplar y si es necesario el propio Estado ha de localizar a quienes no cumplieron o subsanar los errores estructurales que hayan sido causa. Si se trata de responsabilidad, y todos sabemos que las clases se perpetúan y que una parte de los delincuentes son herederos del oficio, el causante ha de temer el peso inmenso de la reinserción, que es la verdadera pena, porque salir con un título de abogado tras una década estudiando entre barrotes para un adolescente es una oportunidad, pero pagar con una condena (poco a veces) y volver es lo que pasa ahora.

Lo ideal sería que esas posibilidades, estas reflexiones las hubiera hecho antes pero no funciona, la sociedad fracasa, hemos perdido la justicia social; sólo nos cabe encauzar en algún momento, abandonar es abandonarnos. La autoridad del Estado no está en una Policía que funcione bien (estupendo) o unos juzgados diligentes (estupendo), sino en el miedo a ser detenido porque sepamos que ya, hasta que no seamos útiles a la sociedad, se nos acabaron las propiedades, los subterfugios, las tretas legales, las salidas de permiso...

La izquierda cede a los ultras el territorio de lo justo, de lo ilustrado: el progresismo es compatible con el rigor penal, y además esa tontería de las “civilizaciones” es muy peligrosa, sólo hay una: los Derechos Humanos, el respeto a la individualidad y la libertad objetiva han de estar por encima de religiones, sociedades, familias... Europa muere por esto, no porque sea invadida, sino porque no ha exportado la clave de su bienestar, ya perdida.

El verdadero horror para los encarcelados se llama biblioteca, estudio, disciplina y una vigilancia intensiva que haga posible una valoración antes de salir sine qua non. No soy partidario de años de condena, eso no sirve, sino de redención real. Y ahí tiembla el delincuente y no la honrada ciudadana que cumple.

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