La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
Usurpo este precioso título de la novela que escribiera en 1920 Edith Wharton y que Martin Scorsese llevara al cine en 1993. En realidad, es que hubo mucho de liberación de la mujer en los primeros pasos de la generación a la que pertenecía Edith, las que comenzaron abandonando aquellos corsés que eran como una jaula en la que encerrar los cuerpos femeninos para ofrecer una imagen que, supuestamente, era la deseada y a la que había que someterse.
El corsé pasó a la historia y nuevos modelos de sostenes, por lo general menos rígidos e incómodos, aparecieron en el mercado. Un cambio que significó un cierto relajo en la controvertida tarea de meter por vereda a los pechos y los torsos del que se catalogaba como “bello sexo”. Es decir, un imposible para la inmensa mayoría de las anatomías, bellas, pero sobre todo en el interior.
Y llegaron las jóvenes de los sesenta y setenta, que dieron un paso mucho más allá, hasta desprenderse totalmente de la prenda, dejando las tetas a su libre albedrío, campando a sus anchas debajo de ropas mucho más holgadas y adaptables a los trajines del día a día. Aquello fue el acabose. Entre otras cosas, porque, ese minúsculo órgano que es el pezón, quedaba autorizado para manifestar su presencia y, ya sabemos, un pezón de mujer visible, o aunque sólo sea sugerido, es una quiebra en la moral del sistema.
Aquellas chicas creían que, de esa forma alegre y festiva, con ese simple gesto, no sólo estaban alcanzando una especie de armonía corporal y una revalorización de las formas y las hechuras que la genética y los hábitos otorgan a cada una, sino que, incluso, hacían una aportación de largo recorrido y trascendencia en la causa del feminismo.
No puedo menos que conmoverme ante tanta candidez, ante esa inocencia, ya que por donde nos llevó la industria de la lencería fue, de nuevo, a sofisticadas estructuras de alambres, push ups y rellenos que vivieron su despegue con el famoso Wonderbra. Un imprescindible para los escotes de fin de siglo.
Una antigualla, en realidad, porque lo último es directamente insertarse unas prótesis de silicona, aumentar el contorno hasta casi el infinito y llevar dos implantes como dos melones, por lo general a juego con unos morros neumáticos. Dos ménsulas desafiantes al tiempo y a la gravedad. En algunos países, y en determinados ambientes, se ha convertido en el regalo ideal para las niñas cuando alcanzan su mayoría de edad. Lo que es una puesta de largo brindando por el poshumanismo con copas E.
Pobres hippies. Al menos me reconforta pensar que se lo pasaron bien. Que fueron felices y que alguien, como yo hoy, las recordará. ¡Y, qué diantre, qué les quiten lo liberado!
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