Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Un drama
Su propio afán
La otra tarde falté estrepitosamente a una cita profesional importante. Se me juntó todo: el veraneo profundo que te hace perder la noción de los días de la semana, otra cena la noche anterior con las incombustibles amigas de mi mujer y sus heroicos cónyuges, un almuerzo en casa de mi suegra en el día de marras, el consabido atasco y, naturalmente, mi despiste perennifolio, entre otras cosas. Me apunto las citas en la agenda, en un post-it fosforescente, en el móvil –con alarma– y en un cuaderno, pero ni así. Me recuerdo a aquel personaje de P. G. Wodehouse del que cuenta su amigo: “Cuando quería invitarle a cenar, solía enviarle una carta por correo a principio de la semana, luego le mandaba un telegrama el día anterior, le telefoneaba durante el día mismo, y media hora antes de la hora fijada le enviaba un mensajero con un taxi cuya misión era la de procurar meterlo en el coche y dar al chófer la dirección exacta”. Lo más doloroso, sin embargo, fue que otra de las cosas que más me despistó fue que esa tarde estaba echando una bronca a mi hijo por ser… demasiado despistado. “¡Hay que ser más responsable!”, le exigía, campanudo, contra la mínima coherencia y la carga genética.
Me he pasado tres o cuatro días muerto de la vergüenza. El mejor pedagogo, Jesús, lo tenía fácil porque pudo pedirnos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Así, sí. Es lo que se llama predicar con el Ejemplo. Como el modelo modélico se escapa por completo a mis posibilidades, la segunda posibilidad sería no educar, que, además, está de moda. Ésa también la descarto, por reaccionario y porque mi irresponsabilidad a tanto, tanto, no llega. Así que sólo me queda la tercera fase: “No seáis tan imperfectos como vuestro padre terrenal es torpísimo”. Servir de mal ejemplo.
Otra estrategia sería disimular, pero el verano, igual que aumenta nuestras posibilidades de llamar la atención a las criaturas, pues las tenemos pegadas, les da a ellas la ocasión perfectamente simétrica de ver nuestras constantes inconsistencias. El roce hace el cariño, por supuesto, pero desgasta la ejemplaridad. Dos ejemplos buenos sí podemos darles: el de no rendirnos en nuestra pelea con nuestros errores resilientes y el de reírnos de los trompicones. Aprenderán, como mínimo, que la aventura del orden y la odisea de la (auto)educación no terminan nunca. Ni en septiembre, aunque entonces todo se notará menos.
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