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Lleva días la palabra sonándome por dentro: enseres. La contraje, seguro, al oír las noticias de la catástrofe en Valencia. Hay algo que, por respeto, me hace retirar la vista ante la imagen de una mesilla de noche que sacan a la calle cubierta de barro, de un sofá o una vitro podrida de lodo, de unos libros del cole devorados por las aguas. Los objetos de cada casa y de cada cual albergan intimidad en tal dosis que resulta impúdico y doloroso contemplarlos rotos y devastados por la tragedia. Son los muebles, más que los perros, los que acaban pareciéndose a sus dueños. Las baldas se comban a imagen y semejanza de los pesares de quien las usa, cada cosa adquiere la horma de la mano que la toca. Podría reconocer entre miles la caja de los hilos de mi abuela, saber quién ha subido las bolsas del mercado, enamorarme de él por su forma de sacarse y doblar el jersey.
Las imágenes de los campos de fútbol reconvertidos en vertederos de armarios, mesas camilla, microondas, colchones…, nos encogen el pecho porque son el trasunto de una muerte común. La posmodernidad había logrado hacer aséptica, inodora e incolora la devastación y la pérdida. Desde la bomba atómica a la arquitectura idéntica y quirúrgica de todos los tanatorios, el mal llamado progreso se ha ocupado de privarnos del sabor de la muerte: la calamidad con forma de calamidad siempre era aquello que sucede lejos. El temporal en Valencia se ha encargado de teñir lo cercano del tono ocre y sepia de los lugares remotos.
En el diccionario no viene la palabra enser sino enseres, en plural, como si unos objetos no pudieran pensarse sin los otros y, entre todos, componernos y definirnos a quienes los usamos. De su etimología, la RAE dice poco: que está compuesta por en y ser. Llevan ustedes razón, rectifico: su etimología lo dice todo. Si nos faltan los enseres básicos, no podemos ser con la dignidad y el decoro elemental para no enloquecer. Frente al consumismo y sus cachivaches, prefiero los objetos humildes que evocan un trocito de la historia de aquel o aquella a quien pertenecen.
El pasado sábado, caminando por el barrio malagueño de El Perchel, presencié la demolición de una casa en cuyo balcón resistía el cartel de los vencidos: “El Perchel no se vende”. De aquella visión, me quedo con un objeto: los visillos. La casa que ya no está tenía en las ventanas los visillos que alguien colgó para habitar su hogar y su barrio, y sentirse habitada. No diré que así es la vida. Diré que así es la muerte.
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