El mundo de ayer
Rafael Castaño
Un millón
El Jaime es un sintagma cargado de connotaciones y susurros para generaciones pasadas, demasiado hechas a los silencios. Como Jaime I fue bautizado el tercero de los acorazados de guerra de una serie con la que se quiso modernizar la armada tras los desastres coloniales de Cuba y Filipinas. Fue ejecutado en los astilleros de Ferrol por la Sociedad Española de Construcciones Navales en la segunda década del pasado siglo. Era un navío elegante y proporcionado que empezó a construirse el 5 de febrero de 1912, dos meses antes del desastre del Titanic, embarcación coetánea cuya suerte no fue muy dispareja. Botado años más tarde, el Jaime se dirigió a Constantinopla, donde participó en la revolución turca; transportó a Italia a Primo de Rivera; participó en el desembarco de Alhucemas y trajo a los reyes de España desde las costas del norte al extremo del Estrecho dos años antes de la caída del dictador jerezano.
El acorazado adquirió protagonismo al principio de la Guerra Civil. Su primera misión importante fue desplazarse desde el Cantábrico al Sur, donde participó en bombardeos a ciudades costeras ubicadas en territorio rebelde. Una de sus acciones bélicas más rememorada fue el ataque realizado la mañana del 7 de agosto a Algeciras, población a la que llegó dos días después de que el ejército franquista utilizara su puerto como cabeza de puente para el transporte de un importante contingente de tropas desde África hasta la península. Durante horas que a muchos se hicieron eternas, los proyectiles del Jaime cayeron sobre terminales y tinglados portuarios, pero también sobre viviendas y sobre aterrorizados ciudadanos que decidieron huir camino del Cobre o Pelayo. Sus proyectiles impactaron en el cañonero Dato, pero también en políglotas consulados, blancos interiores y airosos torreones. Destrozaron el restaurante Casero y muchas casas de la Marina y de la Villa Vieja se vieron afectadas, mostrando impúdicas sus entrañas tras los muros abatidos. Diez meses después, el Jaime acabó hundido en el puerto de Cartagena tras poco aclaradas explosiones que sesgaron la vida de cientos de tripulantes.
Casi noventa años después, sus torres artilleras malviven trasplantadas en las alturas del cerro del Vigía y del Cascabel, a un paso de Tarifa. Allí sus cañones Vickers apuntan impotentes al oeste y bajo tierra se sumergen oscuras capas de mohosas guerras. Mamparas, ganchos, elevadoras, grúas, pañoles, botellas, fajas, tornillos, llaves y tuercas yacen sin pudor entre paredes blindadas a las que no llega la luz, ni siquiera el recuerdo. Una interior torre redonda, un subterráneo quinqué que tiene poco de hernandiano y mucho de abandono yace a escasos kilómetros de la ciudad que aterrorizó y que hoy vive ajena a unas entrañas metálicas y sepultas, unas entrañas amenazadas por el expolio, unas entrañas que deberíamos rescatar por encima de las bombas, nuestra historia y el olvido.
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