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Con frecuencia escuchamos la expresión “cultura del esfuerzo”, por lo general en bocas de gentes que no la ejercen, sino que la expresan para que sean otras las que la pongan en práctica. Pretenden convencernos de que, si nos esforzamos, cualquier logro está en nuestras manos y, por contra, que quien no consigue el éxito, es porque no ha puesto el empeño necesario para alcanzarlo. Ya saben, los perdedores.
Este discurso se ha extendido entre quienes se autocatalogan con el genérico “personas de bien” o los más específicos “emprendedor” y “empresario”. Extiéndase también al femenino. Son conceptos muy arraigados entre las gentes de ideas conservadoras, propietarias de negocios, inmuebles y dineros que, por lo general, han heredado de sus progenitores o familias.
En definitiva, se trata de una especie de recochineo, un restregar su posición privilegiada, al tiempo que acusar a quienes viven de las “paguitas” de flojos y aprovechados, situándolos sólo un escalón por encima del hoyo de los inmigrantes, esos que, no obstante, y según ellos, en cuanto ponen un pie en suelo patrio, reciben –del tirón– una casa y un sueldo. Es esa forma descarada de mentir con el fin de intoxicar y ganar apoyos, ya que a veces es increíble comprobar cómo gente humilde, milita en las causas de los poderosos.
La cultura del esfuerzo se ha convertido en un mantra del neoliberalismo. De esta manera, se exculpan de cualquier responsabilidad, ya que la existencia de bolsas de miseria, desempleo y pobreza, no son el reflejo de la sociedad desequilibrada e injusta, del desempeño del poder económico a costa de los más débiles, de las políticas para favorecer a los ricos, de las ingenierías fiscales para evadir impuestos... Todo se reduce a que no han hecho bastante. Imaginen el gigantesco salto que significa para cualquier chaval o chavala, desde la marginalidad, acceder a estudios y trabajos que les permitan mejorar y llegar hasta donde hoy está la mayoría de nuestra juventud: la precariedad.
Son argumentos en la onda de ese mito contemporáneo que conocimos como el “sueño americano”. Y, efectivamente, algunos lo han logrado. Varios ejemplos lo corroboran. Millones de otros, lo desautorizan. Además, no puedo dejar de plantearme cuántas fortunas han nacido respetando los derechos de las personas y sin saltarse las leyes.
En definitiva, pregúntenle a cualquier trabajador –mejor a una trabajadora– sobre el esfuerzo que hace cada día para cumplir con su jornada laboral, criar a su descendencia, cuidar a sus mayores, mantener la casa limpia y abastecida, ocuparse de trámites y conservar la cordura para ser una ciudadana tipo. Por favor, respeten las penurias y a quienes las sufren.
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