18 de julio 2024 - 03:05

Haceunos días, en la escala de un viaje, me encontré de repente que estaba en España. Yo no me esperaba que llegaría a España un sábado cualquiera. Mi plan era bajarme del blablacar, buscar el hostal, descargar el equipaje, dar un paseo, comer algo e irme a dormir pronto. Lo que yo no sabía es que esa jornada, que llevé a cabo según mis propósitos, iba a suceder en España.

En mi periplo desde Andalucía hasta una aldea castellana de 80 habitantes haría escala en la ciudad de Salamanca para, desde allí, tomar un autobús que me dejaría en medio de todo, un todo lleno de árboles, flores y meseta infinita. Era la primera vez que iba a Salamanca, y lo que yo no me esperaba era que Salamanca no fuera Salamanca, sino España.

Allí estaba todo lo que me habían enseñado en el colegio que representaba al Estado que habito. España y su piedra, su catedral, sus puentes. España y su comida, sus costumbres, sus dimensiones. España y su acento, su idiosincrasia, su religión y su cultura. España y su arte, su Universidad, Miguel de Cervantes y su bandera.

Fue algo tan inesperado, tan drástico, que durante el paseo me acompañó una sensación de aturdimiento. Allí estaba todo lo que era España, lo que no era Andalucía, tampoco Canarias o Cataluña. Aquello tampoco era Madrid ni Galicia. Era España y yo de repente me estaba reencontrando con un lugar en el que se supone que debería haber habitado durante más de 30 años. Pero no solo me dijeron lo que era España en el colegio, donde me hicieron leer con gran dificultad el Cantar del Mío Cid pero nunca me enseñaron el poema de la Fuente de Lindaraja o cualquier jarcha mozárabe. En la Universidad también me dijeron que mi lengua, mi habla, mi forma natural de comunicarme, no era la de España, que para ser periodista tendría que cambiarla y hablar como se hablaba en España. Para ello tendría que ir a una escuela especializada a que borraran de mi boca mi historia, que es la de mi linaje y mi gente.

A pesar de que Andalucía no es España, el dictador Francisco Franco puso en práctica la estrategia de mostrar al mundo entero las bondades del flamenco, la copla, los lunares, las flores, las playas y algunas costumbres andaluzas seleccionadas como si todo eso fuera de repente España, para limpiar su aún impune pero también inolvidable masacre a ojos internacionales. Marisol era España, pero para ser España, la niña malagueña hubo de teñirse de rubia y aprender a hablar de una forma que no era la de su casa.

Lo que más curioso me resultó de España fue que los contenedores de basura tienen el color de la piedra franca con la que está construida gran parte de la ciudad. Cada tarde, unos operarios los colocan en ciertos puntos del centro y luego se los llevan, los esconden para que nadie los vea, hasta la noche siguiente. En ningún sitio antes había visto semejante práctica, y todavía me pregunto por qué tanto despliegue para esconder la basura de España.

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