17 de junio 2024 - 00:30

La fiesta empezó hace casi 250 años. Se trataba, al principio, de conseguir cosas muy sencillas: la libertad, la fraternidad, el derecho a la propiedad y la igualdad civil. Se hablaba de cosas tan nuevas como la soberanía nacional, el fin del poder absoluto, la constitución o la división de poderes. Ya no se querían instituciones controladas por los más pudientes, sino que la ciudadanía pudiera controlar las instituciones.

La fiesta continuó –con sobresaltos, por supuesto– sumando cada vez a más gente y más ideas: las libertades y derechos debían ampliarse (de expresión, de asociación, de movimiento, de cátedra…) y se empezó a tener muy claro que no había libertad que valiera la pena si no iba acompañada de justicia. Los de la fiesta no paraban de inventar: que cada uno creyese en lo que le diese la gana, pero bajo un estado laico en el que pudieran entrar todas las creencias. También se tuvo claro que había que establecer la igualdad política y procurar la igualdad social. Una vida digna, oportunidades y derecho al voto para todo el mundo (aunque entonces el mundo solo lo formaban los varones). También hubo sangre y sacrificio en la fiesta para alcanzar todo esto. La seguridad colectiva no debía impedir la libertad, pero podía ordenarla, y la libertad individual no podía conducir a la indefensión de los vulnerables. Ya con la música a tope, se trabajó en la fiesta para proteger a los niños y ancianos, a los enfermos, los trabajadores y los desempleados, los discapacitados, los migrantes… Había que poner en marcha cosas que ahora parece que siempre han existido, pero que se inventaron en la fiesta: jubilación, jornada laboral, pensiones, becas, seguridad social… Para que todos pudieran entrar en la fiesta y disfrutar de todo esto era necesario cobrar una entrada y se la llamó “impuesto”. Ya puestos, los de la fiesta han ido pidiendo un cuerpo de bomberos y educación gratuita, que se cuide el planeta y compasión con los que huyen del hambre y la violencia. Si los del siglo XVIII pudieran ver la fiesta que se ha montado, se morirían de la envidia. Como en toda fiesta, también se han colado algunos facinerosos, amarravacas y abrazafarolas que es necesario expulsar ya.

Pero en todo tiempo ha habido gente a la que esta fiesta no les gusta. Temen perder sus privilegios y que puedan cuestionarse sus tradiciones. No quieren pagar impuestos, ni saber nada de los desharrapados, las mujeres maltratadas o la conservación del planeta. Lo de proteger al desvalido no va con ellos. Creen que es mejor destruir lo público y que cada quien arregle sus propios problemas. Piensan que todo esto genera un gasto innecesario y que es mejor emplear ese dinero en comprar una buena motosierra. Más de uno la cogió en el pasado –la motosierra, digo, y también los fusiles– con el firme objetivo de acabar con la fiesta. Han conseguido varias veces interrumpirla, que no acabar con ella, y pueden volver a hacerlo. Claro que pueden acabar con la fiesta de la democracia. Defendámosla.

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