Al microscopio
Ana Villaescusa
La violencia más cruel
Los eclipses totales, en la antigüedad, eran unos fenómenos vividos con terror por las poblaciones, que los vinculaban a malos augurios y catástrofes. El astro sol del que dependía la estabilidad cotidiana de la vida era devorado por el maligno provocando una oscuridad incomprensible, aterradora y propicia para ser utilizada en su provecho por los administradores de lo sagrado.
Los avances que la racionalidad consiguió durante el Renacimiento y la Ilustración hicieron que el hombre empezara a observar los eclipses con otros ojos, los del intelecto, intentando comprender sus causas y efectos, a la vez que considerarlos como ocasiones extraordinarias para conocer mejor la naturaleza de los astros. Aunque esa fuese la actitud de un restringido círculo de personas instruidas, en medio de una masa de población anclada en las explicaciones míticas y supersticiosas de los eclipses.
Como en el siglo XIX el positivismo filosófico había establecido que el único conocimiento válido era el científico y este, metodológicamente, tenía que partir de los datos obtenidos de la experiencia, pasó a ser una tarea obligada para la astronomía la observación de los astros con instrumentos cada vez más potentes y precisos. Pero después de hacer las observaciones por los telescopios, ¿cómo registrar objetivamente lo que se había visto, para ser estudiado y compartido con la comunidad científica? Solo existía la posibilidad de dibujar lo observado y, si acaso, multiplicar dicha imagen mediante su conversión en grabados, todo ello con una doble carga de subjetividad.
A mediados del siglo XIX, sin que aun se supiera bien la naturaleza del sol, se había conseguido fijar en el fondo de la cámara oscura las imágenes de los objetos que ese sol iluminaba. Sobre lo captado por aquellas primeras fotográficas se dijo que eran imágenes ciertas porque, prescindiendo de la mano del dibujante, era el sol el que directamente las registraba: "El lápiz de la naturaleza". Si ello era así, naturalmente, la astronomía (ciencia más basada en la observación que en la experimentación) tenía el deber de conseguir fotográficas de los astros para tener imágenes objetivas desde las que emprender sus conocimientos científicos. De alguna manera, la fotografía vino a suponer para la astronomía una revolución de similar importancia a la que ocasionó Galileo, en 1609, con la aplicación del telescopio a las observaciones. El sol, la fuente de luz que había permitido la invención de la fotografía, ahora también reclamaba (entre otros astros) ser captado en imágenes fotográficas desde las que revelar su naturaleza.
Pero la fotografía, con un desarrollo incipiente, en una primera etapa no era capaz de responder a esta necesidad de la astronomía, no solo por las dificultades que la barrera atmosférica ponía entre la cámara y el astro a fotografiar, sino, sobre todo, por que la baja sensibilidad de las placas fotográficas exigía largos tiempos de exposición inmóvil para que la imagen se fijara con nitidez, y los astros estaban en una movilidad permanente que dificultaba la tarea.
En los continuos avances tecnológicos para obtener imágenes cada vez más precisas de los astros, se construyeron "anteojos acromáticos con montura ecuatorial". En ellos, las lentes acromáticas corregían las aberraciones ópticas, dejando nítidas las imágenes de luz, y la montura ecuatorial permitía (mediante un preciso mecanismo de relojería) que el anteojo se moviera de forma sincronizada siguiendo el movimiento de un astro durante un breve intervalo de tiempo. De esta forma, cuando al visor del anteojo se le acoplaba una cámara fotográfica, las imágenes de luz de los astros permanecían durante cierto tiempo en la misma posición de la plaza fotográfica. Todo lo cual, unido a las mejoras del proceso fotográfico (con mejores lentes en las cámaras y aceleradores fotoquímicos en la emulsión de las placas) permitió obtener fotografías que, no solo registraban las observaciones visuales, sino que las mejoraban.
Aunque con algún antecedente en la etapa pre-fotográfica del daguerrotipo (de menor trascendencia por tratarse de imágenes únicas), el primer eclipse total de sol fotografiado ocurrió el 18 de julio de 1860, y aunque su zona de oscuridad total cruzaba el noroeste de España (de Cantabria a Cataluña) su registro fotográfico no lo hicieron los astrónomos del Observatorio de San Fernando desplazados a Castellón, sino astrónomos de comisiones extrajeras llegados a la zona. Entre ellos el sabio inglés Warren De la Rua, ya pionero, a partir de 1852, en fotografiar la luna y en hacer montajes para verla "en relieve" a través de visores estereoscópicos.
El siguiente eclipse de sol que fue visible en España sucedió el 22 de diciembre de 1870, pasando su banda de oscuridad total por la provincia de Cádiz, a donde se desplazaron diversas comisiones oficiales de observadores extranjeros. Entre ellas las de Inglaterra y Estados Unidos que, conjuntamente, establecieron su base en la finca El Olivar de Buena Vista, en Jerez, propiedad de unos ciudadanos británicos.
Se quería que las observaciones y las fotografías del eclipse de 1870 se centraran, sobre todo, en el momento exacto en el que el disco lunar se superpusiera al del sol, dejando visible una corona con protuberancias luminosas que "parecían pertenecer" al sol (aunque aún era un asunto controvertido entre los astrónomos, atribuyendo algunos dicha corona a la luna o a los efectos ópticos producidos por la atmósfera terrestre a los observadores).
En el Observatorio de San Fernando, desde 1869, ya se contaba con un instrumento fundamental para la fotografía astronómica, el anteojo acromático con montura ecuatorial Brunner, instalado en el domo de madera que coronaba el edificio, y mientras se preparaban cuidadosamente las observaciones, se colaboraba con las delegaciones extrajeras y se montaba una segunda base de observación en Sanlúcar. Pero este eclipse, con amplia repercusión en la prensa, se convirtió en un acontecimiento social en el que numerosos "aficionados a la astronomía" quisieron participar aportando datos, desde distintos puntos de la zona de sombra, que pudieran enriquecer la información sobre el fenómeno. Concretamente en Cádiz, un equipo de catedráticos del Instituto, bajo la dirección de D. Vicente Rubio y Díaz, junto con otras "personas científicas", se preparó con un buen equipo instrumental para hacer observaciones y fotografías del eclipse desde lo alto de la Torre Tavira. Siempre en coordinación y con ayuda del Observatorio de San Fernando.
Lamentablemente, el momento del eclipse sucedió en un día nublado, con viento y lluvia, que impidió realizar muchas de las observaciones astronómicas que se tenían previstas. El equipo instalado en la torre Tavira no pudo realizar fotografías (aunque sí dibujos que, grabados, se incluyeron en la Memoria de las observaciones publicada meses después); el Observatorio de San Fernando, con dificultades, pudo hacer una serie de 32 fotografías de pequeñas dimensiones (de 9 X 6 cm.) sobre negativos de cristal y emulsión de colodión, que fueron positivadas en papel albuminado; y el equipo de astrónomos norteamericanos e ingleses instalados en Jerez, no solo obtuvieron fotografías, sino que concluyeron de sus observaciones y de las realizadas por una segunda comisión instalada en Sicilia, "que la corona brillante cuyo límite estaba bien definido, compuesta de un gas resplandeciente, es realmente un apéndice del sol".
Podría decirse que con estas imágenes del eclipse tomadas desde San Fernando en 1870, la historia de la fotografía astronómica española había comenzado.
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