El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Postdata
Tengo a mi vista las cifras que acreditan la disminución drástica del numero de matrimonios. No me cabe duda de que tal fenómeno responde a una compleja transformación social que obedece a causas y motivos. De las primeras, objetivas y lamentables, cabe destacar, entre otras, el trato tantas veces degradante e infame que reciben los jóvenes en el mercado laboral. En cambio, entre los motivos se observa una alteración más profunda, arraigada en esta sociedad nuestra que huye del compromiso y se siente incapaz de tejer vínculos duraderos. Ellos, creo, explican mejor el declive de una institución esencial.
Y es que el matrimonio exige una dedicación continua y una actitud firme. Querer al otro por lo que es y no por lo que tú quieres que sea; dialogar en toda circunstancia, incansablemente, porque si muere el diálogo el matrimonio morirá; perdonar sin condición ni mesura. Todo un proyecto vital que hoy pocos están dispuestos a emprender. Khalil Gibran, en El Profeta, dedica a los cónyuges palabras sabias, de las que a mí siempre me impactaron estas: “Y permaneced juntos, mas no demasiado juntos. Porque los pilares sostienen el templo, pero están separados. Y ni el roble ni el ciprés crecen el uno a la sombra del otro”. Tiene que haber un espacio de libertad que oxigene y renueve esa vida en común que no es una, sino dos.
Queda, claro, el esfuerzo de sobrellevar los años. Élder F. Burton Howard, dirigente mormón, nos dejó un pensamiento clarificador: “Si queremos que algo dure para siempre, nos dice, debemos tratarlo de forma diferente. Lo cubrimos, lo protegemos, nunca lo maltratamos ni lo dejamos a la intemperie. Si lo hemos hecho así se hará más hermoso con el paso del tiempo.”
Algún estudio solvente asegura que el matrimonio es “el diferenciador más importante” entre personas felices e infelices. Pero supone un reto tan fatigoso, desafiante y perenne que no se equivoca el papa Francisco cuando reconoce a los consortes una enorme valentía, merecedora de admiración. Es la que hoy siento por Irene, una nueva, primorosa y queridísima hija que el destino me regala, y por Fale, un hombre de coraje que, por su bonhomía, me enorgullece como padre. El próximo sábado, quiéralo Dios, se darán un sí generoso, raro y atrevido y, con él, empezarán a construir un futuro que yo, desde aquí, amorosamente les deseo dichoso, fecundo y capaz de superar siempre los azares y trabas del camino. Ojalá que así sea.
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