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Gracias, Carmen, ya la hemos colocado. ¡Te absolvemos de la responsabilidad”, me responde mi vecina por el wasap. Estamos chateando sobre una macetita, bastante delicada, que quería dejar a mi cuidado durante las vacaciones y no pudo ser; la mañana de su partida yo no estaba en casa. Por suerte, en este Sur aún sabemos acompañarnos de plantas. Mascotas quietas, los jazmines, las suculentas, las buganvillas, pilistras, geranios, el romero, la mejorana, las clavellinas… nos procuran consuelo, gusto, calma y alegría. Son el recordatorio de la tierra y el agua a la que en el fondo, más acá de las pantallas y las prisas, nos debemos. No hace falta un jardín de finolis ni rastrillos zen; basta con mantener las macetillas del balcón o el patio para sacar provecho espiritual de ello. Ahí aprendo qué abonar, qué poner a salvo de parásitos, qué no regar tan a menudo, qué trasplantar, qué podar, qué dejar morir: recetas todas válidas para la vida.
Sucede que, llegado este tiempo de canícula y permiso, quien más quien menos sale de su casa y se va literalmente a tomar viento fresco. Si bien ya estamos concienciados a no abandonar a los animales (hubo un tiempo, hecho de otra pasta, donde era bastante común dejar el perro en la primera gasolinera), me pregunto si existe una sensibilidad análoga y proporcional con las plantas. Hay quienes habilitan precarios o sofisticados sistemas de riego. En ocasiones dejo las plantas a su suerte, y en cuanto regreso corro la casa como una loca hasta llegar al balcón y comprobar si ha habido alguna pérdida irreparable.
Leo que en ciudades de otras latitudes tienen lo que denominan “guarderías de plantas”. No parece mala idea. Me dirán ustedes que las macetas, hasta hace poco, en nuestra ausencia nos las regaban las vecinas. El problema viene cuando la vecina de confianza también está en la playa; el problema viene en ciudades en los que los vecinos no se conocen. La llave que antes tenía la de enfrente ahora se la confiamos a la empresa de alarmas. En estos casos, no estaría mal hacer de la necesidad virtud, y que las floristerías del barrio o las comunidades mismas o incluso los centros cívicos pudieran habilitar la manera de evitar que se nos seque la yerbabuena. He aquí, más que un nicho, un tiesto de mercado. Y más que una oda al individualismo, una ocasión para dar una solución en comunidad a la sed de las plantas, más aún en esta tierra que aún no olvida el olor estival de la dama de noche.
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