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El mundo de ayer
No he tenido nunca claro qué es lo que hay que ver cuando nos dicen que veamos algo. Todas las mañanas, a la hora en que me levanto, tras el ventanal del salón me quedo viendo el cielo, distinto cada mañana, nuevo como la mañana nueva. El sol parece salir cada día un poco más al sur. Yo me mantengo en mi sitio pero sé que también me muevo en el espacio. Me muevo en esta danza y me conmuevo con los amaneceres y los atardeceres. Me recuerdan mi permanencia y mi mutabilidad. Me dan mi sitio en el mundo, que no es ninguno. Los espero como los barcos perdidos del océano ansían la noche para hallar su singladura en las estrellas, como los pájaros celebran la mañana, desempolvando sus alas del frío, volando locos de alegría mientras su sangre se entibia.
Hay muchas formas de ver, porque no sólo se ve con los ojos. Lo que sabemos y recordamos forma parte de ese extraño fenómeno: dos bolas húmedas en sus cuencas, dos cálices blancos, recogen la luz, le dan la vuelta, la conducen como sangre o agua por los laberintos de nuestra memoria y la dejan morir, vestida de sombras, como una flor vieja, dentro de nosotros.
Eso es ver. Y hay que saber ver, como míster Deeds –Gary Cooper– cuando contempla la tumba de Grant, más allá de Central Park, junto al Hudson. Louise Bennett –Jean Arthur– le dice que el monumento suele decepcionar a quienes lo visitan, pero a él le parece maravillosa y ella quiere saber por qué. Y él le dice lo que ve: “Veo a un joven granjero de Ohio convertido en un gran soldado. Veo a miles de hombres marchando en formación. Veo al general Lee, rindiéndose con el corazón roto. Veo el despertar de una nueva nación, como dijo Abraham Lincoln, y a aquel joven de Ohio como presidente. Cosas como esas sólo puede pasar en un país como el nuestro”. Dentro de esas piedras hay hombres muertos, guerras, esperanzas, el pasado y el futuro. Eso es ver.
A mí me encantaría ver así todo lo que se me planta frente a los ojos: desentrañar, exprimir, romper el aire y el tiempo para ver su interior. Emily Dickinson escribió: “Parte en dos la alondra y hallarás la música, / una capa tras otra, en plata envuelta”. Escribió así por su forma de mirar y escuchar y sentir, como si del corazón le salieran dedos ligeros, como si fuera en el silencio, en la oscuridad del pecho, donde todo adoptara su forma real, su forma de horizonte o de sueño. Como si toda la vida estallara dentro de nosotros para nacer de nuevo.
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