
Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De lección
El primer cuarto del siglo XXI ha sido extraordinariamente convulso en las relaciones internacionales. El anunciado fin de la historia que predicaba Fukuyama al final del siglo XX resultó ser una falacia. En su conocido ensayo, Fukuyama consideraba que el fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas; en adelante, pensaba, la humanidad cubriría sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar las vidas en el campo de batalla. Por supuesto, es necesario el contexto para entender este argumento. La caída de la Unión Soviética y el consiguiente fin de la guerra fría abrían una nueva etapa de colaboración inédita desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
El Consejo de Seguridad que había estado permanentemente bloqueado por el derecho de veto empezaba a funcionar y se alumbraron nuevas instituciones internacionales, como la Corte Penal Internacional, que anunciaban un nuevo orden. Sin embargo, este fin de la historia fue un breve paréntesis y pronto el ardor guerrero de Bush y sus secuaces que se retroalimentaron del fanatismo religioso de Al Quaeda sacudieron las esperanzas de un orden basado en la paz y seguridad. Putin no tardó mucho en tomar nota y seguir los pasos de las nuevas directrices de Bush y su cohorte de tontos útiles (Blair, Aznar, etc.). El comienzo del siglo XXI fue testigo de sacudidas sistémicas al que se unieron importantes crisis económicas, sociales y sanitarias. A pesar del fracaso del intento de una Constitución europea en 2004, la UE ha resistido razonablemente bien estos embates. Ahora bien, lastrada por la necesidad de unanimidad en ámbitos claves, sus avances han sido desesperadamente lentos y parcialmente ineficaces. Especialmente es visible esta lentitud en la dificultad de implementación de una política exterior y de seguridad común. Apoyada en el pilar americano en las relaciones transatlánticas y con una muy ingenua dependencia del gas barato procedente de Rusia no ha terminado de arrancar esa añorada independencia estratégica de la UE que tanto ha reivindicado Borrell. No obstante, dos factores clave, al este y al oeste, pueden proporcionar un punto de inflexión en la evolución de la integración europea.
Por un lado, la amenaza real que representa el neoimperialismo agresivo de Putin en las fronteras del este europeo. Por otro, en el oeste, el desmantelamiento de la democracia estadounidense en su proceso de transformación en una plutocracia despótica conducida por una oligarquía narcisista e ignorante. Estos dos factores coadyuvan a una necesaria y profunda transformación de la UE que le debe conducir a una mayor integración en la definición de una política exterior verdaderamente común con estructuras de defensa propiamente europeas sin dependencias.
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