El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Flanqueada por la peña de San Bartolomé y la sierra de la Plata, se encuentra la ensenada de Bolonia, uno de los parajes más hermosos de nuestra comarca. Su espectacular playa de blanquísima arena y traslucidas aguas es destino preferencial para foráneos y lugar predilecto de los nativos para un día de playa. Sin embargo, la joya de la corona de tan paradisíaco enclave, las ruinas de la ciudad romana de Baelo Claudia, ocupan un segundo plano a la hora de atraer visitantes a la zona, al punto de que hasta fecha relativamente reciente estaban dejadas de la mano de Dios y tuvieron que venir arqueólogos franceses para -como se dice ahora- “ponerlas en valor”.
Ellos fueron quienes advirtieron la importancia del yacimiento y los que lograron que los lugareños dejaran de explotarlo como cantera de piedras para construir sus casas. Afortunadamente hoy las ruinas están muy cuidadas y merced a una voluntarista reconstrucción, el visitante puede imaginar sin dificultad la vida de los romanos en el foro, los templos, el teatro, las termas y las fábricas de una ciudad que fue levantada allá por el siglo II a.C. y que cuenta con una maravilla poco reconocida, su “decumanus maximus”, esto es, la calle principal de la ciudad que, como en la mayoría de las urbes romanas, unía las puertas este y oeste ( puertas de Carteia y Gades) y en el que desembocaban todos los “cardi” (calles de norte a sur).
Su grado de conservación es excepcional y uno nunca diría que por las losas que lo pavimentan han pasado 22 siglos y no pocas hecatombes. Sorprendentemente, la indiscutible eficiencia de aquellos constructores romanos contrasta con el anárquico urbanismo que hoy rodea las ruinas de la antigua urbe. El mismo camino de acceso a Bolonia es, a pesar de las excavadoras, las compactadoras o los bulldozers, una chapucera carretera plagada de baches y grietas que es necesario reparar casi cada año y, además, nunca queda bien. Nada comparable a los más de 120.000 kilómetros de calzadas romanas construidas por audaces ingenieros que se sirvieron de puentes, túneles y viaductos para superar las dificultades geográficas y así proporcionar un modo eficaz para el transporte terrestre de ejércitos, funcionarios y mercancías. La obra pública romana ha resistido en pie más dos mil años, mientras tanto, los enlosados de nuestras plazas y aceras necesitan reparaciones casi a diario. La respuesta más probable para esta incongruencia constructiva es que los romanos no toleraban lo que aquí es costumbre: las chapuzas, las mordidas, los sobornos… en definitiva, la corrupción pública. Como bien intuyó Tácito: “Corruptissima re publica plurimae leges” (las leyes se multiplican cuando el Estado es corrupto) y si de algo anda sobrado este país… es de legislación.
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