
Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De lección
El mundo de ayer
La primera vez que conocí a Vargas Llosa fue en la Cartuja, de vuelta de la facultad. Iba y volvía andando cada día, y para no aburrirme, aprovechando las amplias aceras y las rectas avenidas, iba siempre leyendo, como hacía Ulises Lima en Los detectives salvajes. Fue así como conocí a Vargas Llosa, leyendo, como se conoce de verdad a los escritores, en silencio, prestando atención a sus palabras, con esa voz reservada sólo para las más inconfesables confidencias.
Eran años en los me ardían los libros en los ojos. Mi padre había leído La fiesta del Chivo en la edición de bolsillo, con ese extraño demonio bizantino en la portada, y verlo callado en las blancas baldas de la estantería del pasillo despertaba en mí una mezcla de inquietud y deseo. Eran años en los que cada nombre guardaba una promesa, y Vargas Llosa era una de esas referencias imprescindibles que, tarde o temprano, uno habría de leer, tal vez para sumarse a sus adoradores. El criterio brotaba esos años como una flor salvaje, y pedía mucha agua, mucho sol y mucha tinta.
En nuestro primer encuentro yo había dejado atrás el monasterio de la Cartuja, en un tiempo en el que aún se podía cruzar de lado a lado, por entre las hierbas. Solía alzar la vista cada poco, para saber por dónde andaba. Pero había veces en que la lectura me absorbía tanto que, pese a mover las piernas, olvidaba quién era y dónde estaba. Fue entonces cuando, leyendo algo sobre Urania Cabral, a lomos de mi Clavileño, me di un cabezazo con una rama baja que por poco no me tira al suelo. Ese episodio quijotesco me ocurrió, ironías de la vida, en la calle Inca Garcilaso, nacido en Cuzco, de sangre española e inca.
Recuerdo otras lecturas de este otro mestizo, no de sangre sino de alma, más alegres y rumbosas, como La tía Julia y el escribidor, o viajes en tren tratando de descifrar los diálogos enhebrados de Conversación en La Catedral. En todas ellas sentía que, a diferencia de otros compañeros del boom, como Cortázar o García Márquez, la palabra escogida era siempre la exacta.
Yo a veces he imitado con mis amigos su voz aguda y ahogada, con esa cadencia deliciosa que el español adoptaba en su lengua. Y cada vez que cambiaba mi voz, por mi boca salían palabras como zarcillos, elegantes y apretadas, como si durante un instante yo no fuera yo sino él, fantaseando como lo hacen quienes sueñan con ser escritores: como lo hizo él en el París joven, soñando con ser Flaubert, sin saber entonces que bastaba, y de qué forma, con ser Mario.
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