Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Dónde están mis cuatro euros?
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Hace unos meses, el presidente en funciones del Tribunal Supremo, Francisco Marín Castán, avisó de algo que a mí me parece irrebatible: no puede haber “democracia real” sin jueces independientes. Eso, que a un jurista objetivo le resulta evidente, parece hoy una verdad que se va diluyendo, palideciendo en las travesías, boscajes y tramoyas vocacionalmente autocráticas. Son los jueces, como poder independiente del Estado, los que garantizan la libertad, la limpieza de los procesos electorales y la solución de los conflictos conforme a ley. Al tiempo, son el contrapeso de los demás poderes estatales para evitar, como enseñara el malherido Montesquieu, el abuso impune, por parte de éstos, de sus competencias constitucionalmente legítimas.
Sin independencia judicial la democracia sería una ficción. No habría auténtico respeto a la ley, ni las normas podrían aplicarse correctamente al caso concreto, ni sería viable la ya exaltada separación de poderes, ni existiría el Estado de Derecho. Es más, la democracia se debilita cuando se incumple obstinadamente el mandato fundamental de renovar el órgano de gobierno del Poder Judicial, se aprueban leyes disparatadas que le despojan de su función constitucional, se desoyen los criterios del TEDH y del TJUE sobre la independencia judicial, se eligen fiscales manifiestamente incompatibles, se alienta desde las instituciones el incumplimiento de las resoluciones judiciales y se ataca sin escrúpulos a jueces y magistrados.
Nada más peligroso para una democracia que deslegitimar a sus jueces por no someterse a intereses políticos o económicos ajenos a su misión. El poder judicial no puede ser tributario del poder de los partidos. Ha de depender sólo de sí mismo, asumiendo sus propias responsabilidades, que son jurídicas y no políticas, y alejándose de tanto visionario que lo que quiere es, reduciéndolo al silencio, atenazándolo, comprándolo y vendiéndolo, tener juzgadores siervos, no juzgadores libres.
Las democracias pueden acabar, razona el catedrático de Derecho Administrativo Miguel Ángel Recuerda, por un golpe militar o por una guerra. Pero también, añade, “por pasos mal dados por gobernantes elegidos democráticamente”. Y el primero de ellos, afirma, es tratar de controlar el Poder Judicial para intentar asegurarse la inmunidad en sus determinaciones y para utilizar las armas del Derecho contra el adversario político. Más cierto, nada; y más claro, agua.
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