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Rafael Sánchez Saus
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Hace unos años, el antropólogo, docente de la Universidad de Granada y colaborador habitual en estas páginas, José Antonio González Alcantud, con la ayuda de otros nombres significativos de la cultura andaluza, propuso a distintos ayuntamientos llevar a cabo unos encuentros que permitieran conocerse mejor, entre sí, a distintas ciudades de esta comunidad. Desde el establecimiento de la democracia y las autonomías había mejorado ostensiblemente el funcionamiento de cuestiones determinantes de la vida económica, social y política de los andaluces, así como su articulación con el resto de España. En cambio, siempre se eludió el indagar un problema delicado, porque arrastra, desde hace siglos, susceptibilidades y prejuicios: las relaciones internas entre ciertas provincias, ciudades y comarcas andaluzas. Viejas rivalidades, muy enraizadas, entorpecen las relaciones y, consecuentemente, un buen entendimiento entre vecinos cercanos que, sin embargo, viven distanciados, o, lo que es peor, dándose la espalda. La Junta de Andalucía ha preferido, desde sus orígenes, eludir esta cuestión, confiando en la labor callada del paso del tiempo o en el efecto terapéutico proporcionado por autovías y nuevos medios de circulación. Como este desajuste entre territorios no ha producido aún ningún roce llamativo, se mantiene en el desván de los olvidos voluntarios. Quizás por eso, la iniciativa del profesor González Alcantud, aunque modesta, apenas arrancó. El Ayuntamiento de Sevilla acogió las primeras jornadas, pero el de Granada, que debía coger el testigo y continuarlo, ya no se mostró tan efectivo y el proyecto encalló. Y no se recuerda ningún otro intento similar, orientado a facilitar algunas plataformas para que representantes de unos territorios andaluces expongan sus problemas y peculiaridades: qué les aproxima y separa. Qué habría que hacer para que unos y otros se sientan mejor comprendidos. En apariencia, los andaluces participan de una serie de rasgos comunes, asumidos y alentados, además, por las autoridades para que resulten muy visibles. Pero muchas ciudades y comarcas permanecen alejadas no solo por la geografía y las comunicaciones, también por incomprensiones y desigualdades convertidas, con el paso de los años en dañinos prejuicios. En realidad, esa labor debería de haber sido analizada en el Parlamento andaluz, pero la sumisión a las consignas monocordes de los partidos impide a los territorios expresar qué diversidades quieren cultivar y qué desigualdades desechar. Las dificultades de vertebración y articulación de España por cuya mejora tanto clamó, hace exactamente un siglo, Ortega, no fueron escuchadas y pudren más la actual convivencia española. Los reinos de taifas y los cantonalismos siempre cuentan con gente dispuesta a proponerlos como salvaciones redentoras. Y en Andalucía esa es una cuestión silenciada pero no resuelta.
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