El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Al contrario que le ocurre hoy a la gente joven que, encandilada por las pantallas, las redes sociales y los teléfonos inteligentes considera como una pérdida de tiempo el dedicar algo del suyo a los libros, hubo una época en que, sin ninguna de esas modernas tecnologías, el único medio de evadirnos de la anodina realidad y de conocer los prodigios que existían más allá de nuestro reducido entorno eran los libros y así, quizá por necesidad, nos hicimos unos entusiastas lectores.
A diferencia de lo que ocurre ahora, donde los libros están al alcance de cualquiera, en aquel tiempo, en la mayoría de hogares no existían bibliotecas. Solo recuerdo ver en mi casa tres libros: Cumbres borrascosas (que leí siendo muy niño y me causó una viva impresión), Las ruinas de Palmira (ensayo filosófico incomprensible del que solo recuerdo su portada con los restos de columnas esparcidos por la arena) y El Quijote (entre que no entendía la mitad de las palabras y las muchas páginas que tenía, fui incapaz de leer). Pasamos de los tebeos a El Capitán Trueno, El Jabato y Hazañas Bélicas, ya que teníamos acceso a infinidad de ejemplares gracias a los intercambios que, por diez o veinte céntimos, hacíamos en los quioscos.
El cambio, a libros con más “letras” que dibujos lo hicimos con las “novelas de a duro” pequeños libritos de menos de cien páginas y con una atractiva portada en colores cuya temática casi exclusiva era el Salvaje Oeste. Marcial Lafuente Estefanía era el más popular –y prolífico– de los escritores de estas novelitas de bolsillo y sus herramientas para inventarse una historia cada semana eran sencillas: un mapa histórico de Estados Unidos del siglo XIX y una guía telefónica del estado de Texas. Bajo el seudónimo de Silver Kane, el abogado y escritor Francisco González Ledesma fue el de mejor prosa de entre estos estajanovistas de la escritura, llegando a ganar en 1984 el premio Planeta con una novela seria (Crónica sentimental en rojo) pero yo prefería sus títulos del Oeste: Aquí matamos todos, Buscalíos Dirk …
Un almeriense, Ángel Cazorla, emigrado a Cataluña y aficionado a escribir, vio la oportunidad de ganarse un sobresueldo, en aquellos tiempos de escasez, escribiendo novelitas de Oeste con el alias de Kent Wilson. Alquiló por quince duros una máquina de escribir Remington y completó su primera novela: El delito de Cornel Hower. Sus historias tenían mucho dialogo y pocos tiros, así que el editor le recomendó que para tener más gancho debía morir más gente. Cazorla le hizo caso y escribió Trabaja sepulturero, donde el protagonista era un enterrador que tenía seis tumbas abiertas en el cementerio, pero nadie con quien llenarlas… hasta que llega al pueblo un pistolero. Aquellas lecturas lejanas que tanto me entretenían fueron el germen de un profundo amor por los libros que después me llevó a Faulkner, Kafka o Hermann Hesse. Como dijo Borges: “Somos lo que leemos”.
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